Opinión
Ver día anteriorMiércoles 26 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Liga de la Ceiba Chica
A

manecer en Cobá. Dormimos en el malecón que está en la orilla de la laguna de Cobá. Habíamos entrado al pueblo al anochecer, una escuadra silenciosa de seis ciclistas. Nos dirigimos a una Miscelánea, propiedad del comandante de Policía, para pedirle permiso de acampar y, con toda gentileza, nos concedió colgar hamacas en los tablones del malecón. Abajo, entre los tules, los pájaros se traían su juerga del crepúsculo, y presentíamos los ojos de cien ranas y tortugas.

En la secundaria tuve un amor imaginario por una maestra. Y en Cobá soñé con ella. Era ahora una viejita, delgada y frágil como un pajarito. Estábamos sentados con viejo compañero de colegio, y la maestra se durmió en la silla. Me paré, la cargué en mis brazos, la acosté en una pequeña camita, y le di un beso de buenas noches.

Abrí los ojos. Amanecía sobre la laguna. Una garza alzó el vuelo. Sus alas eran pinceladas blancas sobre la neblina. Shiara se levantó también, y también la vio. Tengo 55 años. Esa noche había terminado mi primer katún; ahora era la primera alba de una nueva cuenta.

Liga de la Ceiba Chica. Enrique, Pablo y Shiara me invitaron a hacerle frente al fin del mundo con un viaje en bicicleta por la península de Yucatán. Vendrían también otros dos amigos, Santiago y Tania. Yo acompañé a esos cinco jóvenes guerreros en el tramo de Mérida a Tulum.

En la tarde del quinto día de viaje, paramos a la orilla de la carretera a tomar agua y estirar las piernas. Había en ese punto una pequeña ceiba. Bañados por el sol de la tarde, hicimos un acto de unión —de Unión Libre, que es también el nombre de uno de los ejidos que había por ahí. A partir de ese momento, los seis formamos una hermandad: la Liga de la Ceiba Chica.

Bicicletas. Viajar varios días en bicicleta fue también un rencuentro con la antropología de la que me había enamorado de joven. Hay en aquello una inmersión en otro tiempo, y la constatación de que el que quiera descubrir otros mundos tiene que hacer aunque sea un pequeño esfuerzo, aun cuando esos mundos los tengamos siempre a la mano. De hecho, están a nuestros cuatro costados.

Como yo era el anciano del grupo, mis compañeros me concedieron el papel de memorioso: el papel de wiki-Claudio, como dice a veces mi hijo Enrique. Y ahora, como estábamos empeñados en un ejercicio contante de traducción y traslación, podía ser también Huiquiclaudiotl, deidad menor de las falsas etimologías. Traduttore traditore, como dicen en italiano.

¿Para qué nos ofrecen guía, preguntó Santiago en Chichén, si acá tenemos a Claudio? Acepté el cargo sin empacho, aunque con una condición: que quedara claro que poco de lo que les contaría era cierto. Todos se mostraron satisfechos. Y así fue como contribuí a descifrar secretos hasta entonces insondables del maya: El significado de Cansinché les expliqué mientras rodábamos por ese poblado, “es ‘perro sin guerrillero’”. El glifo muestra un perro olisqueando una boina con una estrella.

Y así, entre pedal y pedal, nos ocupamos de los orígenes del vocablo güey (favorito de Tania). El uso mexicano proviene de la palabra huey-tlatloani (rey grande) y su sentido se fijó después de la conquista. Los hijos de los conquistadores se burlaban de los hijos de la nobleza azteca, llamándolos huey-tlatoani o, ya castellanizado y abreviado, güey; pero para el elemento indígena el término güey retuvo su aspecto reverencial. De ahí su ambivalencia en el mexicano moderno.

Himno. En Tulum me despedí de mis cinco compañeros entre abrazos, declaraciones y recomendaciones. Tomé el autobús a Mérida y recorrí el tramo que habíamos pedaleado durante seis días en apenas cuatro horas, rodeado de personajes llenos de rastas que parecían salidos de La historia sin fin, y que iban al fin del mundo en Chichén.

Ni siquiera pude gozar plenamente del paisaje, porque el ADO tenía su inevitable televisión y sus inevitables películas, de fórmulas tan pobres que hasta dolía entreverlas, sobre todo a sabiendas de que nuestra cápsula sellada de vidrios polarizados, hacía de lado a la vida a una velocidad de 100 kilómetros por hora.

Comencé a componer el Son del bicicletero, con tal de no ver la película. Se canta a la melodía de Guantanamera, y la compuse como himno para la Liga de la Ceiba Chica. Transcribo acá un par de versos:

Bicicletero
Yo soy un bicicletero
Bicicletero
Yo soy un bicicletero

El azul de los cenotes
La placita de Dzitás
El frío de los serenos
Las cervezas de Xel-Ha
Estas y otras tantas cosas
Las comprende una hermandad

Bicicletero (etcétera)

Tortilla y chile habanero
Son lazos de la hermandad
Papaya dulce en Sotuta 
Huevos fritos en Chemax
Sopa de lima y panuchos
Recuerdos de Yucatán

Con eso llegué a Mérida, ya de noche, y me salí a merendar y dar una vuelta. Cuando iba ya de regreso a mi hotel, como por arte de magia apareció una manifestación de ciclistas. Eran cientos. Tal vez más de mil. Una de las ciclistas traía sombrero de Santa Clós, iluminado con fosforescencias. Venían todos ligeros y alegres, coreando sus consignas: ¡Bici sí, coche no! y ¡Feliz fin del mundo! Me entró un segundo aire, y me uní a la manifestación.