Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 23 de diciembre de 2012 Num: 929

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Política y cultura
Sergio Gómez Montero

Grietas en el mundo real
Edgar Aguilar entrevista con Guadalupe Nettel

Había una vez...
(200 años de cuentos)

Esther Andradi

Marilyn y las devastaciones del Olimpo
Augusto Isla

Sobre Pessoa
(respuestas a una encuesta)

Marco Antonio Campos

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Columnas:
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Las Rayas de la Cebra
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Dos flores y una hoja

Mediodía. Al fondo del jardín del pequeño hotel de provincia, una figura alta, de piel oscura y brazos muy largos jalaba una manguera negra y parchada en varios puntos con pedazos de tela ceñidos con alambre. Sus movimientos eran lentos y precisos, con las pausas de la tarea sencilla y concentrada. Desapareció unos instantes y luego la manguera se estremeció. De sus múltiples fugas mal tapadas surgieron pequeños surtidores de distinta fuerza formando arcos de agua que brillaron bajo el sol. Poco después, el hombre apareció y tomó el extremo de la manguera. Descalzo, con los pantalones enrollados abajo de las rodillas y una camiseta raída y sucia sobre su torso delgado, dirigía el chorro con atención minuciosa a la base de las plantas, o cubría con el pulgar parte de la boca de la manguera para hacer un abanico de agua sobre el pasto. En el extremo opuesto del jardín, sentado en el suelo, un joven escribía en una libreta abierta sobre sus piernas. Mientras regaba, el jardinero –si lo era– se había acercado poco a poco a él y al levantar el joven la cabeza sus miradas se encontraron. Ninguno habló. El jardinero meció ligeramente la cabeza y siguió su tarea. El joven volvió a su libreta. De pronto, una mano de uñas sucias y dorso moreno se interpuso en su escritura. El joven levantó los ojos sorprendido y el jardinero, con una leve sonrisa, movió negativamente el rostro y le tendió una flor amarilla. Algo dijo el joven que el jardinero ignoró con suavidad y sin malicia. Entonces, ante el desconcierto del joven, señaló la flor y luego le señaló los ojos. El joven miró. El amarillo todo despertó al parecer por vez primera. Sin decir palabra, el jardinero, que se había puesto en cuclillas, se incorporó y se apartó hacia la manguera. Unos segundos después, el joven volvió a escribir en su libreta con aire de importancia y prisa. Pasó un largo rato y luego, movido por la curiosidad o la sensación de su presencia, levantó la cabeza y buscó con la mirada al jardinero. El agua fluía de la manguera tirada en el suelo y destellaban sus riachuelos en la tierra negra. El jardinero no estaba. Volvió a la libreta y unos instantes después una mano que vino de la nada se interpuso de nuevo en su escritura. Esta vez traía una pequeña rosa de un rojo profundo, casi negro. No se la dio; esperó un momento y luego se la acercó a la nariz para que la oliera. El aroma firme y luminoso cundió en su garganta y también dejó en su conciencia la primera impronta aérea de la rosa. Entonces, el jardinero puso unos segundos la mano extendida sobre la libreta, dejó ahí la rosa y luego se fue. Olía a humedad de tierra, a sudor de trabajo y mediodía. No mucho después, el joven lo vio acercarse otra vez. Tenía una simple hoja entre los dedos de la mano izquierda y jugaba con ella. Ahora sonreía divertido y, sin más, metió la hoja doblada en la boca del joven que tras un fugaz asombro sintió la llama fría de la menta subirle al paladar y las mejillas desde adentro. También sonrió. Tras una breve pausa, el jardinero se levantó y se alejó, dobló la esquina del jardín y ya no regresó. El agua seguía fluyendo. El mediodía no cesaba. El joven cerró la libreta.