Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de diciembre de 2012 Num: 928

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martha Nussbaum y
la fragilidad del bien

María Bárcena

Combate
Leandro Arellano

Para leer a
William Ospina

José María Espinasa

Luis Rafael y La
guaracha del
Macho Camacho

Ricardo Bada

Faulkner cincuenta
años después

Carlos María Domínguez

Propuestas sencillas
Jaime Labastida

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Vacación

Cómo son las vacaciones: aunque duren tres días, aunque no salgamos a playa, bosque o parque ninguno, vivimos ese lapso como un paréntesis forzoso y necesario, algo que siempre me ha recordado aquella vieja película de Alain Tanner, Le Retour d’Afrique (El regreso de África). En esa cinta de comienzos de los setenta, una pareja de jóvenes suizos, hartos de la vida en Ginebra, venden sus posesiones y se despiden de sus amigos para irse a vivir a Argelia, donde le ofrecen a él un trabajo. El viaje y el proyecto se ceban por alguna razón, pero ellos no se sienten capaces de confesar a sus amigos esta especie de fracaso de un sueño que muchos jóvenes europeos tenían en aquellos años: ir a India, a Marruecos, a África o Latinoamérica, el sueño del exotismo revisitado en una mezcla de lo hippie y lo pro-tercermundista. Y el sueño de partir lejos, lejos, para abandonar lo normal, lo convencional. La cosa es que, ante la frustración de no haber ido a África, la pareja se queda a vivir oculta en su departamento vacío, llevando una especie de vida paralela al margen de la anterior, una vida que, con el proyecto de tener un hijo, cobrará un sentido distinto.

Decía que en tiempo de vacaciones pienso en Le Retour d’Afrique: uno no sale a ningún lado –el presupuesto no lo permite o los lugares para vacacionar están peor que el Metro en horas pico– y no es que se esconda, pero tiende a comportarse como si estuviera lejos de su casa o de su vida. De hecho, antes de las vacaciones organizamos posadas y borracheras para despedirnos de los amigos hasta el año entrante. Quién sabe por qué nos despedimos, si muchos nos volveremos a ver a la semana siguiente, pero el ritual es más que necesario para poder continuar la vida, quizá como una especie de constatación. Incluso hay algo de supersticioso en este afán de acompañarnos a pasar el límite. Sobrevivimos, estamos bien, seguimos. Y lo bueno es que, según la nasa, no se acabará el mundo.

Eso sí, no es que la vida en las vacaciones sea anodina, todo lo contrario, pero es verdad que cuando uno queda fuera del viaje glamoroso a la playa, la montaña o París, uno se organiza una curiosa clausura, un regreso de África en el que quizá los otros podrán interpretar que no estamos, ni contestamos el teléfono porque nos fuimos o porque somos un poco otros, los de tenis y camiseta que se guardan en la casa o pasean por el barrio con aire de turistas. Muchas veces nuestra ciudad nos permite perdernos por sus calles, por lugares desconocidos o poco visitados, pues es verdad que a veces necesitamos detener el tiempo un poco, llevar una vida ajena a nuestra propias rutinas y comportamientos, ser otros. Eso, quienes tienen vacaciones, aunque sean de un día, pues sé de mucha gente que no goza de nada parecido.

Mi regreso de África, en este diciembre, durará aunque sea una semana. En calidad de viaje, leeré los libros que no he tenido tiempo de comenzar o de terminar, por el solo gusto de leerlos, y que me esperan apilados en la mesita donde guardo mis lecturas para las ocasiones dilatadas, en las que el tiempo parece pertenecerme. Libros de amigos queridos, dos hombres y dos mujeres, en buena simetría: Los árboles que poblarán el Ártico, el más reciente poemario de Antonio Deltoro (era), me acompañará con los poemas dedicados a los gatos, a los árboles y a los pájaros de este gran poeta tan querido y admirado. Vidas colapsadas, los cuentos de Roberto Ransom (Conaculta), me hablarán de las familias y el flujo del tiempo, de deseos, desastres y memorias. Se me antoja horrores El beso de la liebre, de Daniela Tarazona (Alfaguara), que espera pacientemente a que lo abra y no lo pueda soltar. Su primera novela, El animal sobre la piedra, me encantó. Y para el descanso luego del café, la escenificación de suicidios célebres y amores prohibidos, todos cinematográficos, que hace Mónica Lavín en La casa chica (Planeta), va a ser una delicia. En las tardes trataré de terminar mi biografía de Marcel Proust, escrita por Ghislain de Diesbach, casi tan apasionante como la Recherche.

Y miento un poco, pues algunos de estos libros ya los he comenzado, he leído partes, y también hago trampa, porque quiero que ustedes los lean e incluso los regalen de Navidad a otros como nosotros, los que queremos partir a tierras exóticas y no tenemos más remedio que organizar un mundo ajeno en nuestro interior, en nuestra casa o en nuestros paseos por el barrio, un regreso de África a escala personal.