Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de diciembre de 2012 Num: 926

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Arte chileno reciente: política y memoria
Ana María Risco

Tres poetas chilenos

Carnaval chileno
en Guadalajara

Patricia Espinosa

Doce minificciones

La cultura en Chile,
antes y ahora

Faride Zerán

El libro en Chile, una promesa democrática
Paulo Slachevsky

Calderón y el colapso
de los principios

Augusto Isla

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
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Luis Tovar
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“Ésa ya la vi” (demasiadas veces)

Como si la vida, la historia o la existencia misma consistiesen algo así como en un conjunto de cuartos estancos o –con el lenguaje de la teoría de conjuntos– como si fuesen áreas que nunca intersectan otras áreas: así es como Demasiados acostumbra mirar la realidad, tratar de aprehenderla.

Las riadas de tinta y bits que suelen derramarse con motivo de la aparición de ciertas películas son ejemplo abundante y pernicioso de dicho pensamiento descoyuntado, desagregado: a Demasiados, lo mismo que a Muchagente y adláteres, una de dos o ambas:  o bien quedan satisfechos con centrar, invariablemente, su atención en la-película-en-sí, prescindiendo de todo elemento no técnico ni formal, o sencillamente no les alcanzan la tinta y los bits, pero sobre todo el cacumen, para más.

Empero, es verdad que son abrumadora mayoría los filmes cuyos méritos o motivos para reflexionar en torno suyo son una perfecta suma cero; tan cierto como que hay otros filmes cuya verdadera relevancia, en términos analíticos, no descansa en el feliz o infeliz empleo de una cámara, el desempeño histriónico de los protagonistas, la eficacia del montaje, etecé, y aún más: puede que dicha relevancia radique en su diegesis, pero sólo por asociación con el mundo real, externo al filme, y no tanto por lo efectivo que un argumento, un guión, una trama, lleguen a ser narrativamente hablando.

Claro ejemplo de lo antedicho es Argo (EU, 2012), el tercer largometraje de ficción dirigido –y estelarizado– por el también actor estadunidense Ben Affleck. Precisamente en estos dos flacos datos ha consistido el meollo de casi todo lo que este ponepuntos ha conseguido leer respecto del filme:  en que lo dirige Affleck, en que es actor y Muchagente dice que salió mejor para dirigir que para lo otro, y en que es su tercer largo. Ah, y en que “la película es buena”, entendiendo por “buena”, cuándo no, que está bien fotografiada –punto en el cual brinca, incontenible, el orgulloso chovinismo de poder decir que el cinefotógrafo es mexicano–; que las actuaciones son más que eficientes –difícil que no lo sean, por ejemplo, con la presencia de John Goodman y Alan Arkin–; que la edición quedó muy bien porque ayuda, y mucho, a sostener el ritmo y el suspense, ya que se trata de un thriller –político, para el caso–; y que si la música entra “cuando debe”, y que si el diseño de producción es una maravilla porque logró ambientar, prácticamente sin falla, un año de 1979 muy convincente, y así y así.

Puesto que nadie parece haberlo dicho con todas sus letras, dígase aquí: bastante mejor producida y toda la cosa, pero Argo es tan panfletaria como los peores panegíricos de la extinta URSS y sus satélites extintos o, para un caso más próximo tanto a nivel cronológico como geográfico, no es mejor que la peor melcocha filmográfica panamericanista de postguerra que los yanquis –tan conceptualmente anacrónica es Argo, que permite usar un término como éste– echaron a andar hará cosa de seis décadas atrás.

Con Argo, Affleck hizo algo así como su propia Rescatando al soldado Ryan, sólo que en lugar de uno son seis los rescatables, y en lugar de ser soldados son burócratas. Vale: no cabe aquí la ingenuidad de esperar, de los estudios Warner, nada que no sea un panegírico, un monumento a la autoadulación, un alegato justificatorio de las estadunidenses andanzas alrededor del mundo, ya sean bélicas –en aplastante proporción–, políticas o económicas/comerciales, trasvasadas a una historia de ficción en cuyo final, a fortiori, o se abrazan todos muy sonrientes o flamean las barras y las estrellas. Preferentemente, ambas cosas.

Okey, pues, pero ¿hacer todo eso de modo que, se supone, Uno debe acabar pensando que un oscuro agente de la CIA es un gran héroe? ¿Colgándose de hechos reales, en el Teherán de 1979, cuando Estados Unidos ya le había levantado la canasta al Sha, dejándosela en las manos al Ayatolah? ¿Volviendo hipervisibles a seis burócratas pasmados, carentes de toda gracia o interés, frente a cientos de miles de iraníes borrados en el anonimato de una masa informe, ciega, “violenta” y “asesina”? ¿Machacando con el valor, la intrepidez y el agudo ingenio de los gringos buenos versus los iraníes fanáticos y torvos? ¿Hacerlo justamente ahora, que Irán vuelve a ser el malo de la película y está en la mira para abalanzarse sobre su petróleo?

Si la cosa es ver agentes de la cia, son preferibles aquellos como el muy agridulce, contradictorio, humanísimo, encarnado por John Malkovich en Quémese después de leerse (2008), de los hermanos Cohen.