Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


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Luis Tovar
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Dolor en tres actos

El dolor es un instante infinito.
Oscar Wilde

“Yo no puedo nada ni quiero nada”, dice Lucía, y quien la escucha no atina a decidir si en esa voz hay más impotencia que dolor o al revés, porque cada palabra parece una piedra que no se sabe si ha sido arrojada o, simplemente, dejada caer. “A mí me valen madre los demás”, agrega Lucía mucho más tarde. Puesto que al mismo tiempo que la escucha está mirándola, bajo el sello rabioso del exabrupto valemadrista su interlocutora percibe un timbre tenuísimo, que bien puede ser definido como un grito sordo pidiendo ayuda.

Es el dolor mudo. Ése que sólo sabe alimentarse de vacío, de terca vuelta en noria, de rabia paradojal que trueca en toneladas, en eones de silencio y en una quietud que no puede ser útil para nada siendo puro inmovilismo. Es la pérdida y eso que llaman duelo y, bajo la piel de la flagelación involuntaria, la certidumbre inefable de que sí, por supuesto que hay un duelo, pero no es lo que se está viviendo en el presente sino aquello que le antecede: por interpósita persona se ha luchado contra la muerte y se ha perdido el desafío. La muerte siempre gana, sobre todo si se habla de un aneurisma cerebral en la cabeza pequeñita de un niño de tres, de cuatro o de cinco años, los que haya alcanzado a sumar el hijo de Lucía.

De ahí, entonces, la espesura del silencio; de ahí, también entonces, la conveniencia formal de la lentísima exposición de la cual El sueño de Lú (México, Hari Sama, 2011) se vale para que, acaso por primera vez, algún espectador entienda que la muerte es La Muerte, sin importar el número de veces que el cine pueda mentir al respecto cuando le ofrece –imitador del gobierno calderonista o de la nota roja, valga la redundancia– sus cifras de ignominia repletas de ceros a la derecha.

De ahí, en fin, la necesidad de contar con una capacidad histriónica como la que demuestra Úrsula Pruneda en el papel protagónico, el de la madre/huérfana de su propio hijo, cuya voz no es la que dice: “Seamos honestos, ¿no? Esto no se cura. Ya nada vuelve a ser igual…” No es la suya, pero como si lo fuera; que no habla de los infinitos muertos que nos riegan los caminos, pero como si lo hablara, pues a fin de cuentas la muerte es Una Sola y duele igual.

Después, y siempre a paso sosegado, regresar al mundo, ese sitio siempre salpicado con pedacerías de todo género. Por eso Lú coge un día, de repente y como porque sí, todos los objetos que le recuerdan o que eran propiedad del pequeño Sebastián para romperlos y que pierdan de una vez el significado que tenían; por eso arma con ellos, los pedazos, una especie de ofrenda en el suelo de su habitación.

Por eso, para eso: para rearmar al mundo o, seguro mejor dicho, rearmar el sueño. Es la catarsis, corre a decir el que ve las cosas nada más que por encima. Lo es, claro, pero no se queda en ello: también es la reinvención de Lú, la de uno mismo. Re-inventar que viene siendo re-significar: que los hechos y las cosas, pero sobre todo los sentimientos que provocan, sin dejar de ser los mismos viren dentro de uno, y uno, entonces, sea capaz de transformar al dolor en valor para enfrentarlo, a la ausencia en presencia tolerable del recuerdo.

Finalmente reconocer que, por más solo que se sienta, nadie lo está del todo: con Lú está Malik, entre otros, y es con él con quien se bebe los últimos sorbos de una impotencia que ya va en franca retirada; es con él, papá de Sebastián, con quien se desplaza hasta el mar, dirían Lacan y algunos más, emblema total del inconsciente que se puede hacer consciente. Hasta allá se desplazan desde una metrópoli a la que, instruida por su padre, hace pocos días Lú aprendió a escuchar con los ojos cerrados, dándole así una utilidad infinitamente superior a ese silencio que no la estaba conduciendo a nada: la utilidad enorme de saber que no eres único, especial, superior ni cualquier otra de las fantasías onanistas de Occidente. Con los otros, tus semejantes, te apareja todo, comenzando nada menos que por ése, tu dolor irrepetible.

Guionista, productor, coeditor y director de El sueño de Lú, Hari Sama se revela con éste, su segundo largometraje de ficción, capaz de un salto que se antoja cuántico, luego de aquel Sin ton ni Sonia (2003) cuyas trama y factura bien se corresponden con el título si se le quitan las dos últimas letras de la última palabra. En un registro totalmente distinto, El sueño… abona las tierras habitualmente flacas del cine mexicano de ficción; flacura a la que por ahí sigue contribuyendo un lamentable Viaje de generación (hablando de títulos que son auténticos disparos en el propio pie).