Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de octubre de 2012 Num: 921

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

La Revolución como novela
Guillermo Vega Zaragoza entrevista con Ignacio Solares

Felisberto y el cuerpo como novedad
Alicia Migdal

Luces y sombras de Felisberto Hernández
Carina Blixen

Las muñecas y Felisberto
Ana Luisa Valdés

XIV encuentro de poetas del Mundo Latino

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Marco Antonio Campos

Armando Romero: una isla para dibujar el mundo

Hace unas semanas se publicó en La Cabra Ediciones, que dirige muy bien María Luisa Passarge, la hermosa antología personal del poeta colombiano Armando Romero Alquimia del fuego inútil (1961-2010). Romero utiliza principalmente en esta selección, y probablemente en toda su poesía, el verso libre, el verso largo, el poema en prosa. Son piezas que, como en todo verdadero poema, no se entregan a la primera lectura, y un buen número de ellas tienen magníficamente una doble o triple lectura.

Tanto el caleño Armando Romero como el autor del cuidadoso prólogo, el venezolano Arturo Gutiérrez Plaza, señalan las dos grandes líneas temáticas del libro: la escritura del viaje y el viaje de la escritura. Me parece exagerado; es mucho más marcada aquélla y hay muchos más temas que esos.

En su época inicial, la de sus libros El poeta de vidrio (1961-1972) y Los móviles del sueño (1974-1975), domina en los poemas de Romero lo irracional y más tarde lo narrativo. Lo irracional le viene en mucho de la lectura de las vanguardias, y aún más atrás, de las vertiginosas fantasías de Lautréamont. Por otra parte, él no ha dejado de enorgullecerse de haber pertenecido a una vanguardia de múltiples voces:  el nadaísmo colombiano. En los poemas de su primera época no importa tanto el desarrollo de un tema, sino instantes poéticos que son como corte de cuchillo, como astillas quemantes. A veces esos instantes son tan visuales que sus imágenes me parece estar viéndolas salir de cuadros surrealistas. Una poesía de agua y pájaros, de aguapájaros, de ramas desprendiéndose de los árboles. Sin embargo, hay aquí un poema largo de índole narrativa, que tal vez sea el que me conmueva más de su obra:  “Carta a F. L.”, y que en momentos, no sé por qué, me devuelve al poema del peruano Vallejo escrito a la muerte de su amigo Alfonso Silva. Hay en ese amigo al que escribe lo que llamaría bellamente Romero en otra parte  “un alejado ángel”,  un amigo que se fue quebrando a pedazos en diversas partes del mundo dejando en ellas sus propias partes.

Si sus dos primeros libros me atraen mucho, donde creo que llega Armando a su mediodía radiante es en Las combinaciones debidas (1979-1985) y A rienda suelta (1979-1985). Es donde se halla más eso que llamaba muy bien Álvaro Mutis “las coordenadas narrativas”.  En el primero, está ante todo el recuerdo de momentos de infancia y adolescencia en el país y la ciudad natales, una ciudad hecha de viento, con trenes que en vez de llegar o partir se quedan en el patio de la casa, donde hallamos el vuelo mareado de las cometas, la alegría excitada de la cumbia y la historia de la misteriosa tía Chinca que no se integró nunca a la familia. Pero también hay recuerdos de paisajes de montaña, de los llamados de la lluvia, de los dibujos de la cigarra en el aire, de los signos de la piedra, de la pesca del escualo que en algo recuerda en pequeñísimo cuadro la novela hemingwayana El viejo y el mar. Esos años lejanos que se fueron y a los cuales Romero despide con una línea asombrosa:  “Yo también al desaparecer mi infancia estuve presente.”

Armando viene de estirpe de andariegos y así lo dice en uno de sus poemas más característicos (“Aquel viajero”). El viaje lo tiene él doblemente como herencia y como destino. En sus poemas han quedado las huellas, ligeras u hondas, de pasos por pueblos y ciudades centro y sudamericanos, de México, de Estados Unidos, de países europeos mediterráneos, en especial Grecia. Los viajes, diría Romero muy a lo Jorge Luis Borges, son como los sueños:  “en uno vamos en pos de algo,/ en otrovamos perseguidos.”

Hablé de Grecia. Hay aun un libro de Romero dedicado a su paso por los monasterios del Monte Athos o Monte Santo, Hagion Oros (1994-1996), donde lo primero que desuela es la ausencia de mujer y donde se parece vivir fuera del tiempo. Si para los antiguos griegos lo fue Delfos, para los monjes ascetas que los habitan es el ombligo del mundo y el lugar más próximo al cielo. Leamos este breve pero impresionante poema, donde Romero lo sugiere en una imagen que nos crea el sentido del absoluto: “Trepados en la montaña,/ desafiando el abismo,/ los monasterios imponen su soberbia/ arquitectura contra el cielo./ Llaman a Dios a gritos entre las rocas.”

Pero para Romero en particular quizá el ombligo del mundo haya sido más la isla griega de Ikaría, desde donde, a su manera, se figura y figura las ciudades del mundo, nos figura a nosotros y figura los libros, como éste, con tantos poemas hermosos. Allá, hasta allá, en Ikaría parece haberlo llevado la herencia familiar y el deseo de conocimiento a que lo ha impelido su “destino de pájaro”.