Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de octubre de 2012 Num: 920

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Entre Medellín
y Buenos Aires

Laura García entrevista
con Luis Miguel Rivas

Cataluña la
crisis española

Juan Ramón Iborra

A la memoria de
Antonio Cisneros

Marco Antonio Campos

Un peruano en Europa
Ricardo Bada

Bachelard: filosofía
de agua y sueños

Antonio Valle

Gaston Bachelard: una poética de la razón
Xabier F. Coronado

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Columnas:
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Dicotomías de un cineasta

En abono a la siempre saludable pero no siempre ejercida mesura, es preciso contradecir a Tim Roth, director del jurado que, hace cinco meses en Cannes, concedió el más sonado de los varios galardones internacionales que hasta el momento ha recabado Después de Lucía (2012), segundo largometraje del productor, guionista y director mexicano Michel Franco.

Conviene contradecirlo –evidentemente fascinado, Roth cometió el exceso de afirmar que “descubrimos una obra maestra”– por varias razones, entre las cuales la menor no es el riesgo de que Franco, así halagado, se la crea –dicho en buen mexicano– y eso acabe perjudicándolo. Si Después de Lucía en efecto fuese una obra maestra, para su realizador será mucho muy difícil ya no se diga mantener ese nivel en el resto entero de la producción que de aquí en más entregue, sino al menos repetir la proeza, lo que en otros términos querría decir que de hoy en adelante su nivel forzosamente irá en descenso.

Obra maestra de ningún modo pero sí un filme bastante bien concebido, escrito, producido, filmado, postproducido y, cabe añadir, difundido, publicitado y promocionado. También, un salto cualitativo notable para su creador, que ha dejado atrás, y sobradamente, las innegables insuficiencias que aquejan a su primer largometraje de ficción, Daniel y Ana (2009).

Lineal y directa lo mismo en su planteamiento dramático que en su ejecución formal, la cinta tiene claros el punto de salida y el de llegada tanto de la trama como del sustrato emocional que la detona, la nutre, la sostiene y la explica: esta es una historia de rupturas y silencios involuntarios, de incomunicaciones fundamentales e imposibilidades –quizá, mejor dicho, impotencias– profundas; de diferencias aparentemente insalvables que se manifiestan en diversos órdenes: el primero y más evidente, generacional, entre un padre y su hija adolescente; el siguiente, de importancia equivalente o inclusive quizá mayor, intergeneracional, entre dicha adolescente y sus pares en edad, condición socioeconómica y, se supondría, intereses, preocupaciones, preferencias, gustos y demás rasgos de perfil sociodemográfico.

Otra diferencia o dicotomía de aspecto irresoluble, nudo hecho con los hilos de las dos anteriores, es aquel en donde la película entera desemboca: el modo en el que uno de los protagonistas vive un gravísimo conflicto, y el modo en el que el otro protagonista pretende “resolver” dicho conflicto, escalado a las elevadísimas cotas que suele prohijar la irracionalidad implícita en cualquier conducta agresiva, precisamente a consecuencia de la referida y poliédrica/polisémica disyunción entre iguales que acaban por no serlo en absoluto.

El director resolvió mostrar esas dicotomías en un manejo del espacio claramente dividido: los ámbitos, los lugares del padre recién enviudado y la hija en consecuencia reciente huérfana de madre, a pesar de estar no sólo juntos sino, de hecho, ser naturalmente coexistentes, parecieran no tocarse. Adyacentes pero disociados, tales ámbitos no son sólo físicos, como tan evidente lo deja ver un sinnúmero de encuadres, sino también y sobre todo psicológicos, internos. Nueva dicotomía: cada uno de los deudos –ella de su madre, él de su esposa– proviene, emocionalmente hablando, de una pérdida que es una y la misma, pero sus modos de afrontarla son altamente dispares. Más adelante, y para el infortunio de cada uno por su lado, al final del camino sus conductas, sus silencios y sus impotencias terminan por volver a encontrarse, sólo que bajo la figura de un acto trágico más, que no resuelve, salvo en apariencia, el dolor causado por la pérdida original.

En el ínter de esta trama que con tanta fuerza –y hasta belleza– expone la dificultad de sobrellevar el duelo por una pérdida fundamental; que plantea con tanta elocuencia lo insalvable que a veces puede ser la distancia entre dos distintas perspectivas de un mismo acontecimiento o una misma realidad… en el ínter, pues, se desarrolla eso que Mediomundo, incluso el propio realizador, ha considerado la nuez temática del filme: el bullying padecido por el personaje Alejandra, vengado sin reparar en consecuencias por el padre.

A despecho de una lectura que, de quedarse ahí, pecaría de superficial, menester es decir que el planteamiento del bullying, con todo y ser convincente, acaso sea el aspecto menos logrado, tanto a nivel de guión como de realización, de una cinta muy meritoria en conjunto, que es como conviene ver el cine, y no a la manera de Yasonmuchos, que luego salen con sonseras tipo “la historia no me convenció pero qué bien están los actores”.