Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de octubre de 2012 Num: 919

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Episodio de primavera
Iáson Depoundis

Transparencias
de Fuentes

Bárbara Jacobs

Ombligos sin fronteras
Ricardo Bada

Literatura femenina
en Puerto Rico

Carmen Dolores Hernández

Los tiros con chanfle y el Principio de Bernoulli
Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Verónica Murguía

De música y de sombras

Una de las magias más evidentes, pero no por eso menos emocionantes de los libros, es que cuando son buenos nos hacen vivir las aventuras de otros. Ojos llenos de sombra, la convincente primera novela de Raquel Castro, es de ésos. Al finalizar la lectura sentí que algunas de las escenas descritas se mezclaban confusamente con otras de mi propia adolescencia: recuerdos de torpes iniciaciones amorosas, dudas horribles, borracheras pueriles y esa irrepetible, intensísima forma de escuchar música, de bailar y enamorarse. Los diálogos, espontáneos y risueños, contrastan con la voz en primera persona de una protagonista, Atari, que a veces se coloca a una analítica distancia de todos aquellos a quienes ama.

Sabiamente, Raquel Castro ha dotado a su protagonista de una conciencia melancólica y precoz, matizada por un mordaz sentido del humor y una insólita capacidad musical. Atari –su padre le puso así por el juego de video– es la tecladista de un grupo de rock dark manejado por uno de sus hermanos y llamado El lado Oscuro de la Luna. El grupo es apodado, naturalmente, Helado de chocolate. La novela comienza justo al terminar un concierto, después de que el Lado Oscuro le abriera al grupo London After Midnight, cuando Atari busca un baño para encerrarse a llorar a pesar de haber tocado bien y ser la heroína de la noche.

Atari es un nombre, digamos, curioso. Suscita burlas, comentarios, preguntas. Se padece. El nombre le ha enseñado a nuestra protagonista que no hay que tomarse todo a pecho, por más dark que uno sea. El padre, para registrarla como Atari, fue solo al Registro Civil. El acta fue la gota que derramó el vaso: la madre, indignada por ese gesto pueril y sabedora de la cruz que su hija cargaría por llamarse así, decidió divorciarse. La chica sabe todo esto y más. “Pensar en mí como la causa de un divorcio me aumenta las náuseas”, dice la pobre, en medio de un cruda mortal. Y cuando más tarde ve a su padre sin camisa y descubre que tiene un Pac Man tatuado junto al ombligo, se queda sin habla. “Me choca verlo más adolescente que nunca.”

Atari es un personaje pulido y complejo; culta y socarrona, desconfiada e ingenua. Estudia clavecín en la Escuela Nacional de Música y es un compendio de rock. Ni se le puede encasillar en los estereotipos femeninos que infestan la literatura juvenil de nuestros días post Crepúsculo:  “De hecho, creo que las femmes fatales son tan tradicionales y aburridas como las que cocinan pastelitos y esperan al príncipe azul, porque a fin de cuentas también se dedican a ser un cliché del tamaño del mundo y a reprimirse solitas para ser lo que los fulanos esperan de ellas.” Atari  sabe bien lo que no quiere ser: no quiere vivir en la “adultescencia” y quedarse atorada en el pasado; no quiere ser la novia dócil ni la promiscua come hombres; no quiere ser sólo una intérprete clásica, pero tampoco la tecladista de un grupo mediano. Desea, sobre todo, lo que presiente que la hará feliz, pero no sabe bien qué es.

Así es la novela: un contrapunto entre el humor sarcástico y el azote adolescente; entre el abandono emocional de los padres y la solidaridad extraordinaria de los hermanos gemelos que la criaron; entre las primeras heridas que causa la muerte cuando se lleva a quienes amamos y el milagro de la amistad; entre la independencia y la necesidad de ser correspondida. 

Gracias al aplomo con el que Raquel Castro permite que Atari nos guíe por el mundo dark, consigue que la narración corra con el ritmo ligero de los días cuando uno tiene diecisiete años. Hay en esta novela, además, una afectuosa descripción de la escena dark chilanga: los atuendos, el maquillaje, el nombre de los grupos, los tatuajes, los discos primordiales y la historia del mercado del Chopo –la época en la que los puestos estaban de verdad ubicados junto a las puertas de este museo en la Santa María la Ribera es considerada, por Atari y sus contemporáneos, ¡historia antigua!

La anécdota en la que Atari se tatúa por primera vez, con la complicidad de sus hermanos, es muy divertida, así como las compartidas con su amiga Bere. Ésta, irresponsable y algo frívola, compensa la naturaleza melancólica de Atari y la ayuda a tomar la última decisión, que conocemos hasta el final del relato. Ésta llevará a Atari por caminos desconocidos para ella y quienes la rodean. El camino para descubrir, por fin, qué necesita para ser feliz.