Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de octubre de 2012 Num: 919

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Episodio de primavera
Iáson Depoundis

Transparencias
de Fuentes

Bárbara Jacobs

Ombligos sin fronteras
Ricardo Bada

Literatura femenina
en Puerto Rico

Carmen Dolores Hernández

Los tiros con chanfle y el Principio de Bernoulli
Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ombligos sin fronteras


Pino en el parque nacional de Yosemite, 1937


El nacimiento de Venus (detalle), Sandro Botticelli

Ricardo Bada

Cierta vez pergeñé un artículo donde nueve personas (todas ellas dedicadas al noble oficio de la literatura) me contaban cuál era su fetiche sine qua non, es decir, aquel objeto, aquel ambiente o costumbre o hábito sin el que no sabrían ni querrían escribir. Para mi grande y alegre sorpresa, ese artículo, aparecido en Madrid, me fue solicitado por tres suplementos literarios latinoamericanos que querían reproducirlo.

Ello me hizo considerar el interés que pueden despertar textos semejantes, sobre todo porque, como me dijo Yadira Calvo, una muy sabia amiga –y feminista costarricense–, “creo que se conoce mejor a los autores a través de este tipo de anécdotas que oyendo sus conferencias”.

Y así fue que les envié el siguiente email a veinte amigas y amigos, otra vez todos del gremio de la pluma en ristre, esto es, de la pantalla enfrente: “Volvió a caer en mis manos un ejemplar del libro Senos, de Ramón Gómez de la Serna, en una edición bellísima, ilustrada por Leonor Fini. Son 125 textos ramonianos y, como tales, 100% imprevisibles, que abarcan y catalogan cuanta posible visión pueda tenerse de los pechos femeninos: ‘sin botón, de la nadadora, para soldados, de hermafroditas, de las niñas de ese barrio, de la domadora, de las andaluzas, de las niñas del Conservatorio, de las estatuas, falsos, de verdadero Sèvres, de sirena, de Eva, de viuda, bajo los hábitos, de actriz, de miniaturas, de las muñecas de cera, de circo, de madre, de moradora del castillo, de cubana, de las chicas de las porteras, de la cursi, tatuados, a la veneciana, de francesita’... ¡en fin, a qué seguir!... Por uno de esos saltos mentales que se dan, brinqué de los senos hacia más abajo y pensé en cómo tantas veces nos acusan a los plumíferos de que nos pasamos la vida mirándonos el ombligo. Y esto es como las cerezas, que una trae la otra, así es que terminé pensando que por qué no pedirle a veinte personas amigas, todas enfermas de literaturitis activa (y en ciertos casos hasta galopante), es decir: a ustedes, que me describieran su respectivo omphalos, para publicar luego el resultado de mi pesquisa, aunque –eso sí– respetando su anonimato. Y aquí termina mi mensaje, con el ruego de que participen en esta aventura.”

Al día siguiente comenzaron a llegar las respuestas. Por lo que atañe a la primera, remitida desde Barcelona, era evidente que si un Don Quijote enjuto se convierte andando el tiempo en un Caballero de la Triste Barriga, al preguntársele por el ombligo iba a comenzar contestando: “Al ombligo hace tiempo que lo perdí de vista”, para continuar luego: “Fui a su funeral en Nueva York. Y fue triste. Había cuatro gatos. Una caníbal muy negra y un rufián con pata de palo. Un hombre con cara de dragón y una malvada condesa. Cuatro, sólo cuatro gatos para mi ombligo desaparecido. Lo habría ya completamente olvidado si no fuera porque siempre me acuerdo de que los cantos fúnebres no parecían tener relación alguna con él.”

Las dos siguientes respuestas aterrizaron en mi pantalla de lugares tan distantes como Berlín y Buenos Aires. La primera: “Aquí mi ombligo: cráter del tamaño de un dedal a una palma del pubis que revela mi caída, la de la lombriz que fui, el huevo de la gallina, no habrá ninguno igual no habrá ninguno, tango dixit, y sin embargo esa porfiada molecular pelusa que convoca, cotillea el secreto del origen, cordón de zapatos, la vieja que me tejió al mundo con el adn del Uno, de donde dizque provenimos y del que en tanto vengo zafando, pero borrar la huella, ni modo.”

Y la segunda: “Ricardo Bada, me divirtió tu propuesta, aquí te van unas líneas sobre mi ombliguito de durazno: Ombligo de limón o de naranja, se ubica en el centro de mi panza, como el revés de algún extraño botón. Dos deditos más abajo de mi quiebre de cintura, se mueve y gesticula como si tuviera voz. Si me agacho dice mmmmmm y si me estiro oooooo. Desprolijo y sin presiones, le gusta de vez en cuando salir a socializar. Asimétrico, tranquilo, este agujerito mío, sin deber y sin función, me recuerda siempre de dónde he venido, pero nunca para dónde voy.”

De repente todo un monólogo como el de Molly Bloom, pero no en Dublín sino en un pueblito de la serranía andaluza, y a cargo de un varón, poeta por más señas: “Mientras pueda olvidarme de mi ombligo todo estará en orden y en paz y las paredes serán paredes y árboles los árboles mi madre me llamará por mi nombre y el mar seguirá haciendo su particular ruidito al despertarme pero yo vivo lejos del mar porque mi ombligo es como un pozo sin fondo y si me apuran mi ombligo es el fondo de un pozo sin fondo y cuando comienza a chupar de mí hacia ese fondo suyo entonces compadre estoy perdido porque no hay un fondo fondo no sé cómo decirlo y por más que baje siempre puedo bajar más y más y más y no siempre es posible agarrarme a una madre o a unas paredes porque el ombligo me tira de todos lados desde los calcañares y desde la memoria desde la rabia desde mis hijos o desde la indolencia... y entonces descubro con pavor que estoy otra vez a merced del fondo fondo de mi ombligo y que lo mejor es dejarlo en el fondo sin fondo de sí mismo y no andar echándole veneno ni sobras de la cena ni nada de nada y dormir y cruzar mucho los dedos compadre por si acaso...”

Molly Bloom estaba en Madrid, y su discurso se había vuelto algo más congruente que en la transcripción de Joyce: “El ombligo ocupa un centro entre redondo y ovalado, es la cumbre de un cráter sin fondo, el ojo vertiginoso que me une a mis orígenes –este desde luego es mi lado metafísico–. Por otra parte, esta especie de agujero negro, rosado, amarillo o blanquecino (según la geografía del portador), va perdiendo seguridad y firmeza con el paso del tiempo. Lo que años antes sobresalía, impúdico y exultante, desafiando la intemperie y las miradas –a veces lascivas– de los paseantes y bañistas en las playas más remotas, ahora, discreto y maduro, se esconde huidizo y tímido hacia sus adentros más profundos. Es frustrante buscarlo de repente en mis duras noches de insomnio. Se niega a salir. Se cierra a mi caricia con una fuerza inusitada. Cuanto más hurgo con el dedo –a menudo uso el meñique para no asustarlo– sólo consigo una sensación incómoda y un tanto dolorosa. Pero no todo es tristeza y melancolía, a veces me sorprende y resurge, esplendoroso, lleno de sí, mostrando su rugosa sabiduría, recordándome momentos de intenso placer, como el húmedo roce de un beso perdido en una noche tibia de verano. Así es mi ombligo:

oblicuo
metafísico
bibliográfico
luminoso
impúdico
gozoso
original.”

El duro despertar aconteció cuando un amigo muy querido me sorprendió desde Colombia con este relato de sus penas umbilicales: “¿Eres de los que gozan mirándose el ombligo? Yo nunca he estado muy orgulloso del mío, ni antes ni ahora. Como todas las cosas de esta vida, como todas las partes de este cuerpo, mi ombligo ya no es lo que fue en su dorada juventud. Digamos que es el único punto que ha gozado de una cirugía estética, aunque involuntaria, de supuesta mejoría. Nací y viví con un ombligo al estilo de los niños barrigones africanos: convexo, protuberante, es decir, herniado. Y antes de cumplir la cuarentena de los años, me lo operaron para dejarlo cóncavo. Quedó un pozo sin fondo, un orificio que parece sumergirse hasta las antípodas de la espalda. No es la canica de carne con que viví tan resignado tanto tiempo, no es el nudo elegante de las modelos, no es el vientre liso de Adán (único hombre que careció de este testimonio uterino): es este hueco oscuro, indescifrable, a cuyo fondo ya no alcanzan mis ojos.”

Pero para penas umbilicales, las que a través de su ombligo me contó mi siguiente corresponsal, desde Rosario, en Argentina: “Querido ombligo, voy a mencionarte la única vez que resultaste motivo de mi pensamiento. Ocurrió cuando me topé con un avance científico pavoroso: mi abuela casi nonagenaria, ya entregada a su muerte, resultó enchufada a un tubo que por su ombligo le llevaba el alimento que su cuerpo ya había decidido no recibir –he creído, tal vez por la simple razón de evadir el miedo, que su alma hacía rato que no estaba allí. Ubicate, y no juzgués, no es joda una decisión así, ¿qué pariente se obliga a determinar el fin? ¿Yo? ¡Vamos!, mis ideas, y si no, preguntale a mi vieja, nunca se lucen entre las más populares. De todos modos, ya he aleccionado a mi familia, con especial hostigamiento a mis hijos, para que llegado el caso, no me agonicen la muerte. En definitiva, dada mi condición de ser tu dueña –lo cual espero que nunca se modifique, ya que me aterra un final de tipo cuento chino en donde termines con la misma función que empezaste–, espero que cumplan mi orden de no enchufe y me abocaré a que recibas mimos y humedades gustosas. Y sin otro particular, te saludo.”

Y siguieron las penas, ahora de otra clase y en otro lugar de las Américas: “Desde un principio tu propuesta me hizo recordar la curiosa situación de un político latinoamericano que, abaleado en un atentado en el que murió un compañero suyo de izquierda y que conversaba con él en el aeropuerto de X, sufrió tantas operaciones que le desapareció el ombligo. Él confiesa a veces que lo extraña, y que por esa ausencia no sabe en un principio si está de frente o de espaldas.”

¡Basta de jeremiadas! me dije, prometiéndome no admitir ninguna otra respuesta quejicosa. Y mis plegarias fueron oídas, lo supe al leer lo que me escribía desde mi ciudad natal uno de mis mejores amigos, excelente periodista y cocinero mártir... hasta el punto de usar su propio ombligo como cobaya para la repostería: “Redondo y perfecto, mi ombligo es como yo mismo. Sirvió de modelo al David de Miguel Ángel y luce en el catálogo de las mejores clínicas de cirugía estética de Los Ángeles y de Marbella. Estoy pensando ponerle un piso y dejar a mi novia... Pero no. Será mejor dejarlo donde está para poder verlo, sentirlo ahí, a todas las horas del día. He llegado a utilizarlo de molde, echando en él chocolate caliente. Y una vez enfriado, con un leve movimiento de tripa, lo lanzo fuera para inundar de nuevo este espacio tan perfecto, tan redondo, de chocolate líquido e hirviente. El resultado es espectacular: chocolatinas redondas y perfectas, con un bonito relieve superior. Luego, si estampas la chocolatina en una tarta de crema, aparece un hermoso culo en bajorrelieve. Todo eso y mucho más podrías hacer si tuvieras un ombligo como el mío, pero claro, no todo el mundo puede tener uno así para hacer bombones y con ellos relieves de culos en las tartas de crema. Lo malo es lo que duele el chocolate hirviendo en el ombligo. Eso es lo malo, pero para disfrutar es menester sufrir. Que no sé yo dónde habré leído eso antes.”

Y puesto que ha sonado la hora de las golosinas, debo confesar que esa es la razón de haber dejado para el final este texto de una joven poeta de Costa Rica:

“Omphaloscopia: mirarse desde el ombligo.
Ombligo se escribe con O de origen.

En el centro puntual: el omphalos. Arriba, el pensamiento y el amor; abajo, el placer y, de nuevo, el amor. Ese es el ombligo en su calidad de frontera humana.

El mío es dos veces cicatriz: separación de todas las mujeres que me antecedieron y circularidad quirúrgicamente fabricada. Hubo una época en la que el muy coqueto llevó un artilugio de metal como sombrero.

Veinticuatro veranos atrás, siguiendo un agüizote para la buena suerte, mi madre lanzó a las olas nuestro cordón umbilical; es por eso, quizás, que ama el mar. Cuando vamos a la costa, me acuesto sobre la arena y es capaz de contener tres gotas de agua marina o tres lágrimas, porque es redondito y poco profundo, como una jicarita.

Además le gusta mirar, no sólo ser mirado. Adora leer cuentos o poesía, y detesta el psicoanálisis. Goza ir descubierto a la ópera, los conciertos sinfónicos o el ballet, por lo cual me he visto obligada a asistir al teatro con el cuarto botón de la blusa desabrochado. Pero sobre todas las cosas, mi hoyuelo disfruta besar. No sólo las bocas besan, los ombligos también”.