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Ver día anteriorJueves 11 de octubre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Dónde están los obreros?
N

o deja de llamar la atención el interés que despierta en algunos círculos de comentaristas el capítulo democrático de la reforma laboral por oposición al que se refiere a los cambios en el trabajo y en la situación de los trabajadores frente a la patronal. En cuanto a lo segundo, la alianza bipartidista que está en marcha no tuvo problemas para zanjar acuerdos sobre asuntos capitales, aunque entre fundamentalistas empresariales (que nada entienden) hay quienes quisieran la extinción de los sindicatos. Cierto es que la reforma aprobada por los diputados dista de ser base de sustentación de una nueva arquitectura laboral, pues se limita a legitimar las prácticas abusivas que la autoridad ha permitido en los hechos desde que se inició el ciclo neoliberal. Como han dicho los abogados de la ANAD, la reforma impulsada por la oligarquía busca el empleo precario, eventual y por horas, de menores salarios que el empleo de planta, que le facilite y abarate los despidos, que le permita la simulación patronal y opacidad de su sucia actuación. Pretextar que con esos cambios se multiplicarán las oportunidades de empleo ha sido el razonamiento común detrás de las posturas del Presidente saliente y del entrante, esto es, del PRI y el PAN, aunque existan pequeños matices en los aspectos técnicos. Como sea, la novedad de los cambios no está en la ampliación de la flexibilización que, como señaló Ciro Murayama, redunda sobre un mercado laboral de por sí flexible,  sino en la ausencia concurrente de medidas de seguridad y protección social, lo que se conoce como flexiseguridad que protege al trabajador y sus familias de los avatares del mercado. Nada de eso quedó en la reforma aprobada por los diputados. 

Y mientras se predicaban las virtudes de la reforma para la creación de empleo, la gran discusión se trasladaba al ámbito político, esto es, al capítulo sobre la vida interna de los sindicatos, donde el PAN (o al menos una parte de sus representantes) quiere cobrarle algunas cuentas pendientes al PRI y salvar la cara por la ley Lozano concebida para favorecer a los grupos empresariales. Formulada como una exigencia de transparencia, la solicitud de hacer de las elecciones sindicales un proceso seguro y verificable, así como la de facultar a los trabajadores para fiscalizar sus propios recursos, resulta inobjetable, aunque las razones del panismo no sean aquellas que durante décadas, aun en contra de los dos últimos gobiernos  blanquiazules, enarbolaron los sindicalistas auténticos. Basta recordar la alianza de Calderón con la camarilla del SNTE o la persecución de los mineros o la liquidación de Luz y Fuerza como recurso final contra el sindicato, para demostrar hasta qué punto el panismo tiene una doble cara en este asunto.

Como ya he escrito, bajo la consigna de acabar con los monopolios en el mundo del trabajo se puso en la picota la existencia misma de los sindicatos concebidos como organismos autónomos, como los define la Constitución, cuestionando de paso el papel tutelar del Estado. Y es que en vez de impulsar políticas que favorecieran el empleo dejando atrás las recetas liberales, la autoridad se mantuvo en sus trece clasista, dando a los patrones la razón en los temas claves de la negociación. En ese contexto, a la luz de la alternancia, súbitamente, un sector significativo de la sociedad civil se despertó agraviado por la opacidad de los sindicatos y la corrupción que los distingue. La democracia mexicana resultaba incapaz de asegurar elecciones libres en las organizaciones sociales, en particular en los sindicatos, sin ver que ese anacronismo venía a ser expresión del viejo régimen cuya transformación sigue inconclusa, aunque la crisis sea cada vez más notoria. Al carro de la crítica se subieron los empresarios, que deseaban flexibilización y despido barato, y muchos demócratas que vieron en esa rendija la puerta que por más de 50 años se le venía cerrando a los trabajadores. 

Así, la vieja demanda de democracia sindical, aplastada durante décadas por la alianza del gobierno con las organizaciones patronales, volvió a escucharse no sólo en las asambleas sindicales, sino como una demanda política para avanzar en la democracia. Y, sin embargo, hay un problema: salvo los grupos organizados que han dado la batalla todo este tiempo asesorados por abogados laboralistas independientes, cuyos méritos están fuera de discusión, falta la voz plena del sindicalismo. Por los trabajadores hablan los líderes afiliados al PRI que, en efecto, defienden privilegios, aunque lo hagan en nombre de derechos históricos reales y sustentables, pero faltan las expresiones libres de las asambleas de los trabajadores.

Hay cierta ambigüedad en el debate que se da en el Senado. El gobierno del PAN propone una reforma antiobrera, clasista, seguida de una oferta democrática (con sus asegunes). El PRI acepta los cambios técnicos, clasistas, pero se niega a tocar los intereses corporativos. Bajo ninguna de esas ópticas es previsible un cambio de fondo del mundo del trabajo, una nueva relación entre trabajadores, capital y poder político. La fatiga ciudadana ante las prácticas de los líderes charros, caracterizadas por impunidad y cinismo dentro de la más tolerada corrupción, plantea la necesidad de una gran reforma laboral que ponga en el centro el empleo y la seguridad social, que no será viable sin la participación de los propios interesados. 

Tiene particular relevancia la sentencia que considera que no hubo causa de fuerza mayor para aprobar la terminación de las relaciones laborales, colectivas e individuales, entre la CLFC y el SME, razón por la cual ahora se plantea, como declaró el abogado Carlos de Buen, que la CFE recontrate a los 16 mil 599 trabajadores no liquidados e incluso deberá pagarles salarios caídos. A los empleados que en estos casi tres años llegaron a su periodo de jubilación tendrá que ser pensionarlos y pagarles los salarios devengados en este plazo (La Jornada, 9/10/12).

Para las fuerzas progresistas no hay tarea más importante que deconstruir (o reconstruir) las organizaciones sociales que faltan para compensar las acciones depredadoras que nos han hundido en la desigualdad. La protesta social no es cerrar las puertas del Senado para que no se discuta una ley, sino crear la fuerza capaz de oponerse desde los sindicatos a la expropiación de los derechos que la Constitucion aún consagra. Es difícil, pero no hay otro camino.