Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de octubre de 2012 Num: 918

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2 de octubre:
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Correspondencia

Contra lo que pudiera creerse, la etimología de la palabra epístola no remite a un campo semántico metafórico, pintoresco, o simpático, sino a una especie de redundancia acerca de lo que se sabe de ella: se forma en español derivada del latín epistula, proveniente, a su vez, del griego epístole:  “mensaje escrito”,  “carta”,  según lo documenta Corominas en su Diccionario etimológico. Lo más pintoresco le ocurrió en la Edad Media, cuando en español podía decirse epistolero para describir a quien se dedicaba a mandar cartas, de donde Gonzalo de Berceo produce la curiosa derivación pistolero: “el que escribe cartas”, no el “portador de pistolas” (instrumentos de muerte que, felizmente, aún no existían en esa época).

Por razones históricas, se considera a la epístola como un documento extenso contrapuesto a la carta, de dimensiones económicas. Ambas son la misma cosa, pero las epístolas cruzadas entre algunos filósofos de la Antigüedad, o las que envió San Pablo a las primeras comunidades cristianas, o las de Abelardo y Eloísa, o las de Erasmo y Tomás Moro, hacen suponer que la epistolaridad requiere de un largo aliento, como las Cartas de relación, de Hernán Cortés, dirigidas a Carlos V.


Las amistades peligrosas, Ilustración

Acostumbrados hoy a esas cosas raras, entre instantáneas, urgentes y superfluas, como el chat, los emilios, los mensajes por celular y el twitter, resulta impensable acomodar la epístola In carcere et vinculis, escrita por Oscar Wilde en la cárcel de Reading, en alguno de los cuatro formatos mencionados; no digamos en los alcances de una carta escrita “a la antigüita” para ser enviada por sobre con timbres y matasellos a alguna dirección cercana o remota. La correspondencia moderna no siempre es generosa, no obstante los muchos ejemplos conservados de autores visibles como Mozart, Goethe, Beethoven o Cortázar, y para entender eso baste recordar (o imaginar) la manera como se distribuían las cartas antes de la aparición de las oficinas de correos, por no mencionar los cambios en los soportes para escribir: tablillas enceradas, pergamino, papel; o en los materiales para escribir: punzones, pinceles, plumas de ave, tintas; o en los formatos de envío: paquetes, rollos, sobres. Y algo más: la velocidad del transporte. Ni modo de escribirle una carta a Lutero para decirle:  “Martín, se me olvidó pedirte una notita acerca de tu idea del libre examen. Erasmo.” De ahí que en esas epístolas se fueran acumulando meses y meses de reseñas, actividades y cavilaciones, como en las escritas por el padre Kino durante sus viajes californianos.

Detrás de las cartas y epístolas se encuentran dos hechos inadvertidos que parecen uno solo: los de la lecto-escritura. Alguien lee y alguien escribe, uno pergeña signos para que otro los descifre. Sin escribanos ni lectores la actividad epistolar es incomprensible; cuando el escribano es, simultáneamente, el lector, ha ocurrido el salto cualitativo que la burocracia de la sep preconiza como el de la “alfabetización” conquistada. Cuando una parte del mundo ha aprendido a leer y escribir, es capaz de enviarse cartas. Cuando la complejidad de las mismas revela descubrimientos, intrigas, textos y subtextos, aparece un fenómeno que, posteriormente, se convertirá en literatura: el de las novelas (y cuentos) epistolares.

La palabra correspondencia significa “responder a otro”, o “ir respondiendo junto con otro” y recuerda el afamado circuito del habla descrito por Ferdinand de Saussure, pero en lengua escrita. Ahí está la Carta atenagórica, de sor Juana: fue escrita en noviembre de 1690, por petición del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz,  “amigo” de la poetisa, y criticaba unos viejos sermones del jesuita portugués Antonio Vieira acerca de las finezas de Jesús. Visto el escándalo producido por esa carta “digna de Atenea”, el obispo reconvino a sor Juana con el seudónimo de Filotea de la Cruz, lo cual culminó con la Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1691), episodio final antes de la derrota y muerte de la autora.

Este ejemplo parece el argumento de una maquiavélica novela cuya finalidad sería la de mostrar la aniquilación de un personaje femenino. Durante el siglo posterior a la muerte de Juana de Asbaje, Choderlos de Laclos escribió una de las más prodigiosas novelas epistolares, Las amistades peligrosas, donde hombres y mujeres juegan un peligroso ajedrez en el que la mujer ya no está sometida a los rigores masculinos: al revés. Todo ocurre mediante un ejercicio de cartas desde las que se corresponden (dis)favores personales. Como decía Cortázar:  “Ahí te quiero ver”.