Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de octubre de 2012 Num: 918

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

2 de octubre:
memoria y presente

Elena Poniatowska

Una amistad ejemplar: Westphalen y Arguedas
José María Espinasa

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Columnas:
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Ana García Bergua

Joyas perdidas

Para mi española madre, los aretes no eran cosa tan necesaria; incluso se hubiera pensado que no utilizarlos era para ella sinónimo de elegante sobriedad al estilo europeo. Seguramente no conocía el famoso cuadro de Vermeer. Por mi parte, conforme me hice mayor y supe lo que es la vida, me di cuenta de que en este país una mujer puede salir a la calle en pantuflas si no le queda otro remedio, pero jamás sin sus aretes, por lo que cierto día fui a un almacén a que me desvirgaran los lóbulos de las orejas con una especie de engrapadora. Así entré en este túnel, en este redil que a lo largo de los años se convierte en una curiosa dependencia. La verdad, sin aretes una se siente como desnuda; esas piedritas colgantes e idénticas son el principio de lo que llaman arreglarse –idea que parte del hecho de que una amanece cada vez más descompuesta, lo cual es bastante cierto, por otra parte. Yo he llegado a sentir que sin la seguridad de su apretón, de su pellizco infantil, sin la sensación de quedar enmarcada por dos cosas leves que cuelgan o se ciñen o se agitan o cascabelean, una no pasa de ser un idolito sin forma, una piedra apenas esculpida, un ensayo sin eso que llaman marco teórico. Ya sean de oro y plata, o unas esferas minúsculas de un metal engañoso, un cristalito de color, un chalchihuite, unas plumas teñidas, los aretes nos sostienen; son como esas argollas donde se amarra la cuerda de los barcos o como los bigotes de los gatos, sin los cuales pierden la orientación y el prodigioso equilibrio que los hace gatos.

Entre amigas, admiramos los aretes que trae puestos la otra, los tomamos con cuidado entre los dedos para verlos mejor, los chuleamos, evocamos unos que teníamos, parecidos, o preguntamos de dónde vienen. Es un gesto curioso, que muy pocos hombres comparten; un halago minimalista, un asunto de cercanía. Quien mira tus aretes, te está mirando de verdad. Quizá por eso, mientras nos hacemos mayores, algunas mujeres aumentamos el tamaño de nuestros aretes: son como un antídoto contra la invisibilidad y la desaparición. Una vez leí a uno de estos especialistas en imagen pública –las cosas que uno se pone a leer en el dentista– y decía que si una mujer quiere demostrar poder, debe colgarse joyas grandes, como el clásico brujo de una tribu. Por cierto, ya existe la licenciatura en imagen pública –esto lo leí en la calle–; me imagino que un semestre entero lo pasan estudiando piedras. Pero ciertamente esto de los aretes puede ser peligroso cuando el tamaño no parece suficiente; corremos el riesgo de parecer un arete con dos caras a los lados. Eso sí, muy bonitas.

Y sin embargo, los míos han tendido siempre a escaparse, igual que hacen los calcetines. Será por descuido o por atolondramiento, pero la cosa es que, tarde o temprano, uno de los dos aretes, cuando me encariño con ellos y los uso demasiado, desaparece. Por eso me pongo los que de verdad adoro en ocasiones señaladas y no dejo de vigilarlos; inclino el rostro para sentirlos como si fueran el hombro de un amigo que me abandonará el día en que me acostumbre demasiado a él. Tengo una cajita llena de aretes huérfanos: uno de plata, con forma de ojito y una piedra café al centro, todavía me mira cuando la abro, preguntando por su hermano perdido; un cuadrado de lapislázuli –mi piedra predilecta– me da la espalda; de aquellos de color violeta tan bonitos que me regaló una amiga en un cumpleaños, queda uno solo, cuya pinza parece una interrogación. Y cada uno me recuerda épocas alegres en las que andaba yo como abrazada por dos galanes especialmente guapos. En su momento los busqué: miré con toda la atención que pude las rendijas, apresé motas de polvo que brillaban para engañarme, anduve una y otra vez sobre mis pasos, estudiando las baldosas, las grietas de las aceras, los charcos, hasta a los perros que nos ven pasar en medio de la siesta, las alfombras de los coches con fama de ladronas. Y tuve que aceptar que mis aretes habían ido a parar al mundo paralelo de las cosas que se caen; quizá alguna persona de las que viven de cabeza y en otra dimensión se pregunta también dónde habrá quedado el otro par.

Quizá por eso mi madre no usaba aretes; era una manera de precaverse contra las dependencias y los desengaños. De haberlo sabido, no me hubiera agujereado el lóbulo aquel día; lo bueno es que, grandes y pesados, como se van volviendo los míos, desaparecen menos. Y quizá me convierta un día en el brujo de alguna tribu.