Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Sábado 15 de septiembre de 2012 Num: 915

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Epaminondas J. Gonatás

Agustín Lara en blanco
y negro

Luis Rafael Sánchez

La estación de las lluvias
Jorge Valdés Díaz-Vélez

Elegía citadina
Leandro Arellano

De traición, insensibilidad
y muerte

José María Espinasa

Klimt, arrebato
y contemplación

Germaine Gómez-Haro

Horacio Coppola,
un artista de la cámara

Alejandro Michelena

Columnas:
Perfiles
Ilan Stavans

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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A su manera

“Muy respetables damas, gentiles caballeros; asistencia toda: lo que estamos a punto de presenciar –aquí bajo la digna representación de la palabra escrita, vehículo humano inmejorable para la expresión del pensamiento– es una serie de consideraciones, de reflexiones en torno a un hecho cinematográfico, quehacer sublime por cuanto pertenece al arte, si bien quisieron la suerte y la historia que se le haya asignado el sitio postrer. Una película, pues, y en el espacio que nos ocupa, unas palabras en torno a ésta, las cuales no tienen más pretensión que la de contribuir, con los modestos haberes del entendimiento de quien las pergeña, al disfrute de una pieza del ya referido séptimo arte. Ruego que usted, respetabilísimo público, no las tome sino como prenda de honestidad de éste que le habla y que espera, desde el fondo del alma, que de alguna utilidad le sean.”

Virtuoso del churro, inefable y contradictorio moralista de bolsillo, esteta del estereotipo cinematográfico, el célebre gallego avecindado en México Juan Orol arrancó buena cantidad de su numerosa filmografía con oberturas de similar naturaleza retórica, muy posiblemente sin ser consciente de que sus prólogoadvertencias se hacían eco de una antiquísima y ya para entonces perdida usanza teatral. De Orol se dijo, y sigue diciéndose, absolutamente todo: que era malísimo pero prolífico; que de cine no sabía nada de nada; que los guiones nacían en sus rodillas y a la mera hora terminaban ignorados y en algún basurero próximo al set... pero también se afirma, entre otras osadías comprobadas o todavía por comprobar, que fue él y nadie más el creador del alguna vez robustísimo subgénero de las rumberas; que lo suyo era surrealismo del más puro, si bien por completo involuntario; que los ingresos en taquilla generados por sus filmes representaron, en su mejor momento –es decir, el mejor de Orol en particular y el mejor del cine mexicano en general–, un porcentaje nada despreciable de montos comparativamente jamás vueltos a alcanzar...

Inmisericordes, implacables e impertérritos, los colegas de aquellos tiempos nunca dejaron de refocilarse en el definitivamente fácil destazamiento de piezas cinematográficas a las que les dolía todo: producción, cinefotografía, lógica narrativa, más un luengo etcétera. Empero, como bien se sabe –y como de hecho sigue sucediendo–, a un cineasta exitoso las críticas siempre le han hecho lo que el viento a Juárez. En el oroliano caso que aquí nos ocupa, dicho éxito se manifestó en una presencia cartelérica que tuvo de constante lo mismo que de consistente: siempre había una de Orol y siempre era mala. (Entre paréntesis, este arrimacomas disiente por completo de una frase cada vez más escuchada por ahí, según la cual “hay películas tan malas que son buenas”: facilismo retórico indemostrable, útil solamente para fingirse ingenioso y, de paso, negar lo innegable: que lo malo es malo y punto.)

Vistas en retrospectiva, vida y obra de Juan Orol son el epítome del patetismo tragicómico en el que, apenas se le analiza un poco a fondo, consiste la mayor parte del cine mexicano que conforma la muy traída y llevada –y fuera de términos monetarios, muy discutible– época de oro. Nadie como él para la institucionalización de la improvisación, formalmente hablando; para la instauración de clichés que se querían paradigmas o modelos, ya fuesen colectivos o de corte personal, en términos argumentales; para la incorporación inmediatista de modas y tendencias, en cuanto a efectos escénico-ambientales.

Añádase a todo lo anterior el hecho casi sublime de que Orol siempre de los siempres se tomó a sí mismo en serio, y lo que se obtiene es un espejo en el que ningún cineasta querría reconocerse pero en el que, entonces como ahora y con secreto e inconfeso terror, Masdeuno seguro ha visto su propio y orolesco semblante. Eso sí, le queda la posibilidad de que, dentro de algunas décadas, en ellos esté basado algún biopic reivindicante, si bien ya no estarán ahí para que nadie diga, hueramente, que “sus películas eran tan malas que eran buenas”.

Estos y otros temas fílmico-históricos recoge Sebastián del Amo, director y coguionista, en El fantástico mundo de Juan Orol (México, 2011), homenaje redondo y de magníficas hechuras voluntariamente mal hechas, “a la Orol”, y las despliega con dos delicias entre muchas otras: el tono agridulce que le imprimió a esta historia de fronteras borradas entre el dato real y la ficción, así como el soberbio desempeño de Roberto Sosa, inmejorable Orol redivivo.