Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Dos poemas
Epaminondas J. Gonatás
Agustín Lara en blanco
y negro
Luis Rafael Sánchez
La estación de las lluvias
Jorge Valdés Díaz-Vélez
Elegía citadina
Leandro Arellano
De traición, insensibilidad
y muerte
José María Espinasa
Klimt, arrebato
y contemplación
Germaine Gómez-Haro
Horacio Coppola,
un artista de la cámara
Alejandro Michelena
Columnas:
Perfiles
Ilan Stavans
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
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Dos poemas
Epaminondas J. Gonatás
Mariposas
Dentro de jaulas había mariposas enormes que por diez dracmas les acariciabas las alas y durante una noche te quedaba en la palma de la mano la marca de su terciopelo, sus bellos colores negro y amarillo y un embriagador aroma a polen.
A quien más le gustaba esta distracción era a las mujeres. Venían de lejos sólo para tocar aquellas anchas y polícromas alas. Luego se escondían cerca de los huertos, se sentaban bajo los manzanos e ignorando las canciones y los llamados de los cocheros, besaban, besaban con pasión la mano que había tocado a la mariposa. |
El muerto
a la memoria de Teófilo
Entro en la pequeña habitación. A la derecha, una larga y enorme cama de acero, con un colchón muy grueso que se hincha. Un hombre está sentado en la cima, con un edredón de algodón blanco. “Cuidado –me dice– con las patas delanteras de la cama, pues con el paso de los años el piso no ha dejado de elevarse y subir de este lado hacia el techo y ya no se apoyan en el suelo sino en la pared. Así mi cabeza ya casi llega a esa pequeña ventana sin postigos y siempre abierta frente a mí. En pocos años, cuando toda la cama y no sólo su parte delantera llegue a apoyarse en la pared (por el momento forma un ángulo), podré mirar hacia afuera sin tener que levantarme. También entonces como ahora estaré acostado en mi cama, pero parecerá que estoy de pie.”
“Está muy estrecho aquí adentro”, digo.
“No tienes para nada razón. ¡Mira qué hermosa campiña!”, me responde y me señala de nuevo la ventana.
Voy a la ventana. Está muy alta. Para alcanzarla tengo que subir primero al baúl. Subo y miro afuera. Apenas a medio metro de distancia sólo veo las paredes maltrechas de una serie de casas deprimentes que por ventanas tienen –como cajetillas de cerillos– unos microscópicos tragaluces con barandilla. Nada más. Frente a esta vista, siento ahora una mayor presión en el pecho.
Véase La Jornada Semanal núm. 756, 30/VIII/2009
Versiones de Francisco Torres Córdova |
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