Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de agosto de 2012 Num: 911

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Paisajes del origen y
el vagabundeo de Yk

Lydia Stefanou

Máscara de falsa juventud
Rosa Nissán

La objetividad no existe
Alessandra Galimberti

Dos cuentos

El doble Chevalier d’Eon
Vilma Fuentes

Chavela Vargas,
la esencia y la existencia

Antonio Valle

La 20, cartografía
volumétrica
, de
Agnieszka Casas

Ingrid Suckaer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Dos cuentos

Un poco más
Arturo Orea

Para E.O.T.

La espiral de fondo incierto esperaba paciente y provocativa, como una boca ansiosa de deseo. Sólo se escuchaba el murmullo del televisor en el silencio tenso de la habitación.

–¡Pelusa, Pelusa, Pelusa! –gritaron de pronto desde la pantalla.

Con sacudidas –reducto débil de conservación–, respondía aún a los gritos. El largo pasillo afuera de la habitación, quieto, vacío, filtraba la luz por el ventanal, pero no el calor. La puerta entreabierta permitía ver únicamente las sondas, las bolsas con los desechos apenas suficientes para demostrar aún la función orgánica, la presión arterial y los signos vitales al mínimo aceptable. La respiración agitada a ratos. Los espasmos, los quejidos casi inaudibles que contrastaban con el griterío de la televisión.


My Girl in Dream, ilustración de Madvizy

–¡Pelusa, Pelusa! ¡Puf!, se chorreó el tiro, ¡lástima! –lamentó el comentarista. Los de rayas albicelestes se mesaban el cabello acompañando el alarido de miles de gargantas en el estadio y también a la distancia, en millones de aparatos en casas, comercios y bares. Pasaba todo y nada; para unos el final, la derrota, no había vuelta. Aunque para todos la victoria era esencial, en su caso él apostaba a sobrevivir.

En torno de las mesas había apuestas y discusiones. Unos por dinero, tratando de prever el resultado; otros, en un escenario distinto, con argumentos para modificar el tratamiento. Nada, todo en cero, como al principio, pero cada vez más cerca del final en ambos escenarios.

La decisión se tomó; la inmovilidad debía romperse antes de la derrota definitiva. En esa tensa calma, en las dos pistas, aprovechar el momento oportuno; en cada una buscando colocarse, superar al adversario, desmarcarse, pasar desapercibido, actuar en el momento justo, no sólo en el estadio.

Así lo hizo; uno, dos, tres, rugía la tribuna mientras dejaba atrás a los oponentes. En el momento oportuno, cada uno y en las dos pistas tensó todos sus miembros hasta el momento exacto de alcanzar el objetivo y cambiar la historia.

–¡Milagro! ¡Milagro! –repetían todos en el estadio, pero también donde se jugaba la otra partida: subió la presión, el ánimo, aumentaron los fluidos. Por las calles unos festejando; en la habitación, el otro satisfecho, agotado pero tranquilo; ambos lo habían logrado. Las miradas sorprendidas, desconcertadas sin poder explicase el cambio favorable. ¿Qué pasó?, ¿cómo fue que cambió el resultado justo antes del final?

–Hubo “mano negra” –decían unos.

–No, fue la “mano de Dios” –respondían los vencedores.

En los dos casos la maniobra fue efectiva. En uno era sólo un argumento. En el otro, era la vida.

Hay que cortarlo
Pamela de la Paz

Mi madre se empezó a morir cuando yo tenía seis años; el primer signo fue que aunque sus ojos seguían abiertos ella dejó de mirar. Todas las mañanas yo tocaba el piano mientras ella me observaba sin verme, endulzando un té que pronto se volvía imbebible.

La canción terminaba, yo bebía, y en la comisura de su boca se asomaba una sonrisa.

Cumplí ocho años. Mi madre adoptó una nueva costumbre; cepillarme el cabello cien veces antes de las diez. No las contaba y tampoco tenía un reloj pero de algún modo siempre sabía que ya habían sido cien, que ya eran las diez.

Cumplí once.  Ropa interior llena de papel de baño.

Cumplí trece. Un cepillo golpea el suelo del baño.

Tu cabello es demasiado largo, hay que cortarlo.

Cumplí quince. Una rebanada de pastel insípido en su plato. Una taza de té espeso en mi mano.

Cumplí diecisiete. Yo tocando el piano, ella frente a un televisor apagado.

Cumplí veintidós, me propusieron matrimonio, dije sí. Nieve bordada, vestidos largos. En una silla vacía mi madre sentada con los ojos en blanco, haciendo juego con mis zapatos. En su rostro una sonrisa cincelada. No hay pastel.

Cumplí treinta. Entre sus brazos, la carne de mi carne la mira con ojos agigantados. 

Cumplí treinta y seis. ¿Te gustaría aprender a tocar el piano?

Cumplí cuarenta. Un asilo, ella frente a una radio quieta.

Mamá, yo no quiero ser como tú.

Cumplí cincuenta. Una habitación oscura, en el centro una caja de madera. Cuando sus ojos estaban abiertos tenía una mirada negra, y cuando los cerró al fin, también. Hace juego con mis zapatos.

Se acercaron a mí, me abrazaron, me dieron sus condolencias mientras se ahogaban entre palabras mojadas. Yo no entendía, no debían sentir lástima, no por mí. Ya ni siquiera recordaba cómo se sentía tener una madre…

Mi hija me pregunta por qué tengo los ojos cerrados, enjugo mis lágrimas y los abro. La miro y me hinco quedando a su altura, le ofrezco algo de beber, algo dulce. A los niños les gusta lo dulce. La abrazo, la amo tanto, enredo los dedos entre su cabello, es tan largo.

Hay que cortarlo.