Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de agosto de 2012 Num: 911

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Paisajes del origen y
el vagabundeo de Yk

Lydia Stefanou

Máscara de falsa juventud
Rosa Nissán

La objetividad no existe
Alessandra Galimberti

Dos cuentos

El doble Chevalier d’Eon
Vilma Fuentes

Chavela Vargas,
la esencia y la existencia

Antonio Valle

La 20, cartografía
volumétrica
, de
Agnieszka Casas

Ingrid Suckaer

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Chavela Vargas
la esencia y la existencia

Antonio Valle

Y si quieren saber de tu pasado/ es preciso decir una mentira/ di que vienes de allá, de un mundo raro/ que no sabes llorar, que no entiendes de amor/ y que nunca has amado.

A pesar de que transcurrieron algunas décadas sin que nadie supiera de ella, debieron ser miles los seguidores de Chavela Vargas que continuaron escuchando sus canciones. Con seguridad, la mayoría de sus admiradores era más bien gente del pueblo y algunos intelectuales que continuaban celebrando sus actitudes más desafiantes. Como parte de su leyenda negra, algunos debieron  pensar que igual que César Vallejo, Chavela se había muerto de hambre, de tristeza o que, en el mejor de los casos, estaba en una cárcel delirando por una dosis de aguardiente. En la década de los setenta, como se decía entonces, algunos compañeros de ruta y yo apenas y habíamos escuchado su nombre mencionado por algún profesor favorecido por el ‘68, pero eso sí, como participábamos en los barruntos estudiantiles de aquellos días, nos gustaban los corridos revolucionarios, género musical que sirvió para conservar el registro de algunos acontecimientos épicos. Por esa razón, de vez en cuando, después de beber una jícara de pulque legítimo y espumeante como la champaña, nos daba por tirarnos en los caminos polvorientos de las provincias del Altiplano para delirar a gusto con las canciones de Lucha Reyes, la cantante jalisciense del falsete inconfundible, que como Chavela Vargas también había vivido en casas miserables y con una horrorosa vida familiar. Presumiblemente eso es lo que las llevó a las dos a buscar auxilio y protección en el alcohol. El caso es que la voz trágica de la Tequilera Reyes nos acompañaba durante las noches de la bohemia estudiantil, mientras discutíamos algunos textos de Albert Camus y de Sartre para entender las diferencias que el existencialismo mantenía frente a un dogma político de izquierdas que comenzaba a dar las primeras muestras de agotamiento cultural.

Por aquellos días solíamos interrogarnos por qué la existencia antecede a la esencia, es decir, por qué nuestros actos determinan nuestra suerte. No teníamos más remedio que forjarnos una personalidad con una actitud “neta” y, con esa autenticidad, ir por la vida, aunque a veces nos duela el alma, como si viviéramos en una canción de José Alfredo.

Tú me querías decir no sé qué cosas/ pero callé tu boca con mis besos/ y así pasaron muchas, muchas horas.

Como en el Ulises, de Joyce, en la vida de algunas personas existen épocas completas que deben ser narradas como si hubieran vivido todo en un solo día. Para los seres más oscuros ese día se convierte en noche. Así debió transcurrir  una parte, presumiblemente la más dolorosa aunque la más rica en enseñanzas vitales, en la vida de Chavela Vargas. Ella desapareció de los pobres escenarios donde se presentaba y de los “circuitos culturales” durante muchos años. Sabemos que vivió en la casa de una mujer que antes había trabajado con ella en el servicio doméstico, inferimos que las parrandas de lujo se acabaron para siempre, y que es un milagro que su hígado, después de la ingesta alcohólica interminable estuviera intacto. También algunos de nosotros, bajo el mismo sol nocturno de la parranda y la poesía, acompañados por bebidas corrientes y espirituosas, pagamos nuestra estancia, como en Una temporada en el infierno, de Rimbaud, hasta encontrar la salida de esa laberíntica zona. Ahí estuvo la ronca voz de la chamana para ayudarnos a explorar en algunos pasajes a través de una sombra a la que le decíamos la “luz negra”. Era altamente significativa la primera estrofa del poeta galo que dice: “Ayer, si mal no recuerdo, mi vida era un festín, donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos.”


Chavela Vargas, durante entrevista con La Jornada en Tepoztlán. Foto: Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada

Esos versos expresan una actitud ante la vida, que los sectores más conservadores, incluidos los predicadores de izquierda, no dudaron en calificar como siniestra, típica actitud de quienes sin tener la menor capacidad de entendimiento juzgan y descalifican. Los versos de Rimbaud describen una forma de vivir que seguramente todavía deben experimentar algunos grupos altamente sensibles. Quienes alguna vez formamos parte de unos de esos “clubes de la serpiente” cortazarianos que proliferaron por el mundo en la década de los setenta, reconocemos que en la poesía de Rimbaud y en la de José Alfredo Jiménez existen algunas enseñanzas secretas que calaron hondo desde aquellas remotas existencias casi cuando éramos niños. Por supuesto lo interesante no era, como dice Gabriel García Márquez, cómo le hicimos para vivir y luego contarlo (en el caso de Chavela Vargas para cantarlo como nadie), sino simple y llanamente cómo le hicimos para sobrevivir. Entonces, de vez en cuando dejábamos en suspenso las Iluminaciones, de Rimbaud, o las páginas de Rayuela para ponernos a leer La vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero. También solíamos cambiar los acetatos de Edith Piaf o los de Ella Fitzgerald para escuchar “Flor de azalea”, por supuesto, ya no nos importaba que los compañeros que se distinguían por su férrea disciplina marxista leninista, a toda prueba de altibajos emocionales, nos tundieran calificándonos de “pequeñoburgueses decadentes” o como “liberales populistas existenciales”. Algunos ya no logramos seguir al Julio Cortázar de El libro de Manuel y comenzamos a mezclar libros de poesía mexicana, por ejemplo la de Ramón López Velarde y la de Xavier Villaurrutia, con ensayos de antropología y arqueología mesoamericana. Sin que estuviéramos plenamente conscientes de ello, buscábamos descubrir los vínculos que nos mantenían en contacto con algunos textos del querido Cortázar que estaban inspirados en la cultura mexicana precolombina; por ejemplo con el “Axolotl” o con “La noche bocarriba”, siguiendo una ruta para explorar una identidad cultural que con El laberinto de la soledad nos había generado un sinnúmero de angustias e interrogantes.

…y yo sin saber qué hacer/ de aquel olor a mujer/ a mango y a caña nueva/ con que me llevaste al son/ caliente de aquel danzón.Ponme la mano aquí, Macorina...

Volviendo a uno de esos momentos de la misma noche que parece infinita, alguien entre las sombras cuenta historias de una cantante  y de una poeta suicida. Nosotros, que formamos parte de la nueva ola de la misma legión bohemia de siempre, retiramos a Bob Dylan y a Leonard Cohen del tornamesa para escuchar  una voz que parece surgir del Mictlantecutli. Y para que la noche siga rodando, entre caballitos de tequila, como dice Rimbaud “le seguimos jugando buenas trampas a la locura… y al amor”.

Diez años después, en la misma violenta noche mexicana, algunos de nosotros ya hemos sufrido accidentes borrascosos e increíbles padecimientos. Otros, como las famosas y mejores mentes de las generaciones A, B, C, O, X y Y ya no están entre nosotros. Ten years after, digamos que a mediados de los ochenta, recuerdo haber visto cuando era niño un programa de canción ranchera que se llamaba Noches tapatías. Todavía quedaban en mi mente algunos jirones de esa poética y de esa lírica, que a partir de la Revolución mexicana y hasta la década de los cincuenta, fue tan popular y exitosa. Durante el largo período postrevolucionario esas mujeres trenzudas, bravas y morenas que cantaban desafiantes, rebeldes y dulces en las películas hechas en sepia y en blanco y negro, son uno de los símbolos más representativos de México. Sin embargo, con la aparición de la TV poco a poco desaparece la música ranchera de la realidad. Por fortuna, de esa inmensa noche mexicana que nada tiene que ver con las celebraciones tricolores y septembrinas, recupero un momento culminante de lucidez, cuando en una reunión rebelde y triste brilla la voz de Mario Rivas, el sensible cantante de MCC (Música Contra Cultura) ¿Qué significa eso, por qué esos jóvenes rockanroleros decidieron ese nombre para su compañía? Ese cantante antes había fundado al Grupo Víctor Jara, en el que compartió escenarios estudiantiles con la maravillosa Eugenia León, esa mujer que tal vez sea la cantante favorita de la Chamana Vargas. Volviendo a la misma noche de siempre, me toca presenciar un espectáculo trascendente e irrepetible. Nunca supe cómo llegué a ese momento ni en dónde estaba. Sé que era México y que Mario Rivas, activista del movimiento por los derechos civiles y de la diversidad sexual, cantaba “La Macorina” con una intensidad que solamente he sentido cuando la interpreta Chavela; y aunque la letra de la canción es vivaracha, como dice Almodóvar, la forma en que Mario la canta no se presta para el desmadre. Meses más tarde fallece el artista, víctima del VIH, cuando apenas si se conocen los síntomas y tratamientos de la epidemia.

A pesar de que muchos pensadores racionalistas y “objetivos” consideran que el existencialismo es una filosofía irracional, sobre todo Sartre piensa que esa filosofía, antes que nada, es un humanismo. Esa corriente que se originó en Europa en el siglo XIX se extinguió a mediados del XX, no sin antes propiciar la creación de obras literarias muy importantes. Además de los procesos teóricos y narrativos de Camus, Kierkegaard y del mismo Sartre, hay quienes consideran que la obra de Rilke, la de Thomas Mann, la de Samuel Beckett y la de Juan Rulfo, cuyas historias exploran en algunos de los rostros y pasajes más significativos y terribles de la condición humana, pertenecen a esa corriente filosófica. Su preocupación más evidente es encontrar el sentido de la vida, así como asumir la libertad personal; libertad que sobre todo tiene que ser un hecho. No creo que nuestra Chamana se considerara a sí misma como una artista “existencial”. Es más, ni siquiera creo que se le hubiera ocurrido pensar en ello; sin embargo es interesante observar que en una de sus últimas presentaciones Chavela Vargas le dijo a un grupo de jóvenes, que literalmente se encontraba aullando de amor a sus pies, que ella sólo podía dejarles su libertad. Si una de las necesidades de la filosofía existencial es la de crearse una ética personal y mantenerse independiente de las ideologías, es curioso que una viejecita ronca y casi ciega fuera considerada como sex symbol, curandera y paradigma espiritual. En efecto, la libertad de Chavela Vargas es un hecho incontrovertible. De manera semejante al personaje principal de la película El espejo, de Andrei Tarkovski, la vida y el arte de Chavela son inseparables y pueden visualizarse como si estuvieran inspirados en la técnica narrativa de ese gran filme. En esa cinta, el director no esconde sus sentimientos aunque éstos puedan resultar bruscos para algunos espectadores, del mismo modo en que la Chamana, a veces incluso de manera burlesca, nos muestra cómo ha sobrevivido, cómo ha logrado liberarse de su fantástica dependencia por el alcohol; y sobre todo cómo finalmente salió del Mictlantecutli, ese territorio de la muerte, para enseñarnos un poco de su propia vida a través de ese espejo que son sus canciones, para que quienes lo necesiten –y puedan– aprendan a verse en ese retrato y se hablen a sí mismos con la verdad.  

Por supuesto eso se requiere haber pasado por “Una temporada en el infierno”, y exige hacer la travesía de “La noche oscura del alma”.

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida

Por supuesto, y gracias a que nadie es poeta –ni profeta– en su tierra, para nuestra fortuna, Chavela no nació en México, aunque –increíble paradoja–, sea una de las mujeres más mexicanas que jamás pisaron nuestra tierra. Gracias al afecto y al talento de Pedro Almodóvar, le llegó a tiempo la aceptación y el reconocimiento que antes le negó México, pero que ahora, excepto la vileza de algún medio de incomunicación nacional, nadie se atrevió a regatearle a nuestra Chavela Vargas. Pero dejemos que otra vez pase el tiempo para ver cómo sigue curando y seduciendo la voz de esa mujer extraordinaria que antes de morir adorada en España decidió volver, volver, volver.

Vengo de donde viene el viento/ Traigo aromas de luz que trovaron los cerros/ y armonías calladas de la noche más bella