María Sánchez,
montaña milenaria

Lamberto Roque Hernández

No te acerques a ese cerro, me decía el viejo con quien trabajaba en el campo. Ahí se aparece un hombre vestido de negro. Trae un caballo negro, hermoso y un traje que nunca nadie en estos lugares ha vestido. Se aparece a las doce en punto del día. Baja del cerro de María Sánchez. Si te ve te ofrecerá riqueza y poder. Te tentará con todo lo que tú siempre has soñado. Poder. Vida eterna. Mujeres.

A cambio de esto, tú tendrás que venderle tu alma.

Tenía ocho años de edad. Estaba estudiando el tercer año de primaria. Era la época del verano y tenía vacaciones. Durante los meses de julio y agosto, tenía descanso por parte de la escuela. Este periodo vacacional no era otra cosa más que dos meses de trabajo muy duro en los campos de maíz. En estos dos meses tenía que emplearme con algún campesino del pueblo dispuesto a pagar por mis pequeños brazos.

La temporada de lluvias en estas tierras oaxaqueñas venía a alterar la forma de vida de los lugareños. El campesinado despertaba de su letargo cuaresmeño. Todo era actividad. Todos trabajábamos: las mujeres, los niños, los viejos, los jóvenes. La palabra flojera desaparecía de la boca como por arte de magia.

El término “vacaciones de verano” para mí y para los estudiantes del pueblo significaba trabajar en el campo. Ayudábamos a sembrar el maíz, el frijol, la calabaza, la chilacayota y, a veces, la higuerilla. Cuidábamos los chivos, los borregos, los burros, los bueyes, las vacas y los sembradíos en el campo. En nuestras espaldas cargábamos leña para nuestras madres, que en la casa con apuro lidiaban con el trabajo. De vez en cuando nos dábamos tiempo para ir a recoger azucenas en las colinas aledañas al pueblo. Casi todos los niños en edad escolar, trabajábamos con alguien que quisiera emplearnos para aportar unas cuantas monedas a la raquítica economía familiar.

Todo esto ocurría mientras el cerro de María Sánchez nos observaba con el único ojo que tiene.

El cerro de María Sánchez es una de tantas montañas con forma caprichosa que la naturaleza puso en el estado de Oaxaca, en México.

Esta montaña tiene la forma de una gigantesca lagartija en reposo. La parte que se parece a la cabeza es la que ha recibido el nombre de cerro de María Sánchez. Las colinas siguientes le dan la forma de un gigantesco reptil relajado a todo lo largo.

En la parte que represente la cabeza, tiene un despeñadero enorme con rocas rojizas. A la distancia esto parece un ojo. Un ojo que vigila mientras el cerro duerme.

San Martín Tilcajete es uno de los pueblos custodiados por este cerro. Este pueblo es mi lugar de origen.

En los meses de verano llueve y también hace mucho calor. El cielo azul de las mañanas es digno de desconfianza, ya que más tarde será cubierto por inmensas nubes que parecen caras de viejos reclamando su puesto en el limbo de este escabroso valle. El cielo se cubre de gris y, en la tarde, el cielo suelta su llanto desesperado.

Igualmente, en aquellos tiempos de mi infancia, cuando el sol se encontraba en el centro del cielo, esperaba las nubes que cubrieran el sol dándome sombra, aliviando el extenuante sopor del verano.

Me dolía la cintura de tanto estar agachado. Apúrate muchito. Tenemos que terminar nuestra tarea de hoy. Estamos atrasados. La yunta ya nos lleva mucha ventaja. Nos ha hecho ya muchos surcos y tenemos que alcanzarla antes de que llegue el almuerzo. Al escuchar esta última palabra, me enderezaba y miraba hacia la vereda para ver si de un momento a otro aparecería la asa del chiquihuite montado en la cabeza de la almuercera.

Mi patrón notaba mi cansancio y mi hambre. Para distraerme, continuaba contándome historias acerca del cerro de María Sánchez, que imponente se erguía a pocos kilómetros de donde estábamos trabajando.

Nunca te acerques a ese cerro canijo, decía al mismo tiempo que discretamente yo me sobaba la cintura. Ahí, en el despeñadero, hay una cueva. De adentro sale una voz. Esta voz, te invita a pasar.

Si eres débil, y te gana la tentación y decides entrar, será muy difícil que salgas de ahí algún día. Adentro —dicen las malas lenguas— hay una ciudad bien hermosa.

Ahí el tiempo no pasa. Esa ciudad pertenece al hombre que sale en su caballo al medio día. El que compra las almas de los que caen en la tentación. Ahí se encanta la gente. Hace algunos años, dicen, un perro que andaba persiguiendo un conejo se metió a la cueva; el dueño de éste lo quiso sacar. Éste, tonto, se metió. Hasta hoy nadie sabe de él. Cuídate de los medios días. Es la hora pesada. Es la hora cuando todas las cosas malas toman forma. A esa hora se puede encantar la gente en el cerro de María Sánchez. A esa hora el hombre vestido de negro merodea por estas tierras espoleando su hermoso caballo negro.

Los veranos van y vienen en esas mágicas tierras oaxaqueñas. Las cosechas son malas y buenas, dependiendo de la temporada de lluvias. Los niños de ese entonces se han ido. Los de hoy crecen posiblemente sin escuchar esas alucinantes historias. Las mujeres siguen trabajando desde que aclara hasta que oscurece. Los campesinos se alborotan cuando las lluvias empiezan. Ahí está el cerro de María Sánchez todavía: imponente, ceremonioso, vigilado con su único ojo milenario a un pueblo también milenario.

Los viejos de antes ya no están para contar las leyendas.

Lamberto Roque Hernández, escritor de origen zapoteco, nació en San Martín Tilcajete, Ocotlán de Morelos, Oaxaca, y desde hace años radica en Oakland, California. Ha publicado los libros Cartas a Crispina (2006) y Here I Am (2009), ambos en Carteles Editores, Oaxaca. Su cuento “Milagros” apareció en el número 182 de Ojarasca (junio de 2012).