Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de julio de 2012 Num: 907

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Stelios Yeranis

Manuel Rojas, un chileno del mundo
Ximena Ortúzar

Martín Adán y la otra vida
Cristian Jara

Pedro Lemebel y la poética de la agrietada memoria
Gerardo Bustamante

Mendigos y clochards
Vilma Fuentes

Los hermanos Grimm:
dos siglos de actualidad

Ricardo Guzmán Wolffer

Gerassi desnuda a Sartre
Adriana Cortés Koloffon entrevista con John Gerassi, periodista francés

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ana Luisa Valdés

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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un poeta peruano


Foto: esosdelacolina.blogspot.mx
Martín Adán
y la otra vida

Cristian Jara

Siempre tuvo altibajos creativos. Aquel sábado por la noche abandonó el psiquiátrico para dar su acostumbrado recorrido por bares del centro de Lima. Ya para entonces, a Ramón Rafael de la Fuente Benavides, seudónimo de Martín Adán (Lima, 1908), se le conocía como el escritor de libretitas en los bolsillos; además de haber escrito La rosa de la espínela (1939), Sonetos de la rosa (1931-1942) y Travesía de extramares (1950), seguía gozando del reconocimiento por aquella obra de escaso contenido pero de una genialidad tal que supera el paso del tiempo, y que publicó a los veinte años de edad. No queda registro claro de por qué eligió ese nombre: La casa de cartón (1928), pero en aquel poema en prosa –vanguardia latinoamericana en su máxima expresión para algunos– Martín Adán manifestaba el goce de su manera melancólica de aproximarse a su poético lenguaje.

Avanzaba la noche cuando su oceánica afición a la bebida lo condujo a paso ligero hasta el bar Cordano, mítico punto de encuentro que hasta hoy abre sus puertas. Se acomodó en una arista a un lado del acceso, ahí donde tenía por costumbre escribir trozos de poemas en servilletas de papel. Era abril de 1960. En aquel entonces, frente al Cordano todavía se levantaban los cimientos del desaparecido Hotel Comercio, pero aquella noche el hotel tenía todas sus habitaciones ocupadas. Unos ingresaban a la recepción con maletas, otros salían en busca de la Plaza de Armas: Irwin Allen Ginsberg eligió el Cordano. Venía de pasar dos intensos meses en Chile. Lo habían invitado a un congreso de escritores estadunidenses y lo había pasado mejor que nunca. Antes de emprender el viaje a su destino quería aprovechar para internarse unos días en la selva de Perú e ir en busca de su nueva obsesión: la ayahuasca. Quería probar esa bebida, quería saber qué imágenes alcanzaría a ver. Esa noche, descrita después como una mítica velada, Ginsberg se topó con Martín Adán en el Cordano.

–¿Por qué escribes tantas porquerías? —preguntó provocador Martín Adán tras darle un sorbo a su cerveza negra.

Ginsberg, acodado en la barra, se giró a contestarle:

–Yo me baño todos los días y no me apestan los pies.

Después de pasar por la selva de Perú, Ginsberg corrió para Tánger, siguió a Grecia e Israel. Llegó a India en 1962. Martín Adán, en cambio, se mantuvo encerrado en su circo de bohemios solitarios. Siguió llenándose la boca de alcohol. Disfrutaba a mares cuando citaba a Schopenhauer o a Nietzsche y nunca le faltaba gente dispuesta a prestarle atención a sus diatribas. Era tal la mirada que ponían en torno a su peculiar personalidad que, en 1961, Celia Paschiero, joven colaboradora de Borges, le escribió con urgencia solicitándole exteriorizar toda su personalidad para un periódico. Escrito a ciegas (1961) es tan poemario como respuesta a esa misiva que Martín Adán le brindó. La mano desasida es un conjunto de poemas fechados en 1964, de visión intimista; inspirado en las ruinas de Macchu Picchu, diferente a esa reivindicación latinoamericana que Pablo Neruda escribiera sobre la ciudad inca. Dos años después, en Mi Darío, Martín Adán evoca a la muerte y a una sola voz conversa con el fallecido poeta chileno, celebra la gloria de un poeta que se parece a él, conversándole de tú a tú. De ese mismo año data Diario de poeta, donde libre de interlocutor se centra en temas universales como el ser, la desesperación, el amor, la tragedia y el olvido, y decide otra vez recuperar la idea que más le obsesiona: la muerte. Vivía con deseos de recluirse en otro lugar que no fuera este mundo. El alcohol le ayudó a mitigar su melancolía y, como en algunos casos ocurre, el mito de su vida empezaba a superponerse a su obra. De no contar con la ayuda moral y económica de amigos, se habría visto obligado a pasar penurias más severas. Por otro lado, bien podría haber enlistado a todos esos bartlebys que un día prefirieron no escribir, pero lo cierto es que después de una recaída emocional no cesaba en su afán por volcarse a la mecánica permanente de su trabajo. Su imagen decayó debido al desvarío que pobló por algunos años su comportamiento. Vivió su locura y luchó contra ella hasta el final. Se graduó de abogado, se doctoró y se puso corbatas frente al espejo, pero la auténtica vida estaba en la poesía. La vida le daba solamente para eso. Él aceptaba pagar el tributo de su condición. Quizás cuando le dolía saber que el ocaso de la vida es la tragedia de la muerte, se ponía a plantearle a esos cadáveres imaginarios que poblaron algunos de sus poemas las dudas que habitaban en su mente: “Muerto..., en cuanto miro no veo sino tu nariz de hielo. Qué estado perfecto.” A Rubén Darío imaginariamente le decía: “Soy como tú Rubén aunque tú no lo creas. García Calderón me lo dijo en un día. Hablábamos de sexo, hablábamos de ideas.” Martín Adán murió solo y de miedo, triste quizás y con algunos poemas en esas libretitas que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Se cuenta que fue a causa de un ataque al corazón, mientras lo estaban operando, a las 22:45, la noche del 29 de enero de 1985. En la banca del manicomio donde se detenía a reflexionar hay un poema escrito por él, o a lo mejor no son más que unos extraviados versos que escribió alguien que se hizo pasar por él: otro loco dispuesto a dejar claro, en nombre de Martín Adán, que hay marcas imborrables que la otra vida exige.