Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de junio de 2012 Num: 902

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Manual para hablar chichimeca-jonaz
Agustín Escobar Ledesma

Monsiváis o la cornucopia de un cronista
Abelardo Gómez Sánchez entrevista con Carlos Monsiváis

“Cariño que dios
me ha dado...”

Carlos Bonfil

La Iglesia, el Estado
y el laicismo

Bernardo Bátiz

Mozart y Salieri
Marco Antonio Campos

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Juan Domingo Argüelles

Poesía y dignidad

Hace poco, con motivo del asesinato del poeta y traductor Guillermo Fernández, rescaté una entrevista que le hice en 1989, y pude observar que todo lo que él dijo hace más de dos décadas sigue vigente. Pero en especial revaloré tres afirmaciones cuyo sentido ético y poético es necesario reiterar.

Guillermo Fernández (1934-2012) fue un crítico certero del poder, y jamás se anduvo por las ramas en este tema. Él sabía, y decía, que quien pacta con el poder o se deja manipular por él se vuelve menos poeta, o bien se niega por completo (se anula) en el momento mismo en que usa la poesía para cantar y elogiar al poder y a los poderosos. La poesía, por dignidad y congruencia, no puede reconocer otro poder que no sea el de la ética poética donde confluyen la inteligencia y la sensibilidad, el arte y el bien.

Hace veintitrés años el autor de Bajo llave dijo:  “El poeta debe vivir con el mínimo de indignidad, aunque a muchos esto parece preocuparles muy poco.” Esta es una lección que Fernández aprendió de Cernuda, aquel Cernuda que, como nos lo recordó José Emilio Pacheco en uno de sus recientes  “Inventarios”,  sentenció lo siguiente: “No creo en nada, no quiero nada, no espero nada.” El poeta no vive para las recompensas del poder ni para las celebraciones del éxito. Si estas son sus metas, más que poeta es un esclavo o un bufón.

Otra afirmación contundente de Fernández es consecuencia de la anterior:  “No amo el poder en ninguna de sus formas; me repugna, me parece vomitivo. No basta con pensar que hay gobiernos aún peores que los nuestros. Yo creo que todos son igualmente abominables.” Pecar de ingenuos frente al poder es lo que más se nos da a los poetas. Una cosa es que el poder te use sin tu consentimiento, pero otra muy distinta es que te dejes usar a sabiendas de que te están usando, pero que lo haces porque la simple promesa de la recompensa pecuniaria o prestigiosa te hace agua la boca.

La tercera afirmación no es menos severa:  “Me molesta el hecho de que la gente se deje pisotear, manejar, conducir. Me irrita la vocación de los esclavos.” Para Fernández sólo los ilusos no saben que viven constantemente en “libertad condicional”, y justamente éste es el título de uno de sus poemas que dice así: “No te hagas ilusiones/ Alguien –¿a quién y desde cuándo?–/ algo pidió a cambio de nosotros/ Por eso abrimos nuestros día tras día/ y empezamos puntual y ciegamente/ a girar sobre el eje de su máquina/ Algunos de nosotros/ los más dóciles/ vivimos más o menos satisfechos/ en libertad condicional:/ purificamos nuestro espíritu en la jaula/ de caracoles puestos a purgar."

La poesía, si lo es, siempre resulta un ejercicio de la dignidad crítica y no únicamente de la canción celebradora del mundo. Esta también es una lección de un poeta grande como Ezra Pound, quien en cierta ocasión escribió que sólo los poetas pueden juzgar a los poetas, porque quien no entiende la poesía está imposibilitado para tener una mínima noción de la profundidad y la superficie. Los poetas, cuando lo son, tienen la capacidad de distinguir una cosa de otra y, además, de salir del fondo más oscuro de la tiniebla humana y continuar viviendo como peatones comunes y corrientes. Mal cuento, por supuesto, para quienes creen que son poetas hasta cuando obran en su acepción más digestiva.

Nicanor Parra escribió:  “Me da sueño leer mis poesías/ y sin embargo fueron escritas con sangre.” Luego dijo: “Me defino como hombre razonable/ no como profesor iluminado/ ni como vate que lo sabe todo./ Claro que a veces me sorprendo jugando/ el papel de galán incandescente/ (porque no soy un santo de madera)/ pero no me defino como tal./ Soy un modesto padre de familia,/ un fierabrás que paga sus impuestos./ Ni Nerón ni Calígula:/ un sacristán/ un hombre del montón,/ un aprendiz de santo de madera.”

He ahí una declaración de la dignidad poética o de la poética de la dignidad. En un mundo donde la poesía es lo menos importante, estamos hablando de excepcionalidad. Excepcional es el poeta que sabe que la poesía no se rinde jamás frente al poder (cualquier poder), como lo dijo también, en otro poema, Guillermo Fernández:  “Pierdes el tiempo triturándome los huesos/ Escupiendo mi taza de café pierdes el tiempo/ Pierdes el tiempo estrangulándome los huevos:/ los tienes en tus manos pero pierdes el tiempo.”

Todos los poetas que se respeten son excepcionales, no necesariamente en cuanto a la calidad de su poesía, sino sobre todo y por principio porque, por su misma individualidad y su propósito, se apartan de la uniformidad, de la manada.