Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de junio de 2012 Num: 901

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

10 de junio: Exilio
en la calle principal

Antonio Valle

Crónica de una restauración enmascarada
Gustavo Ogarrio

Los persas y su lengua
de aves y de rosas

Alejandra Gómez Colorado

El lugar más pequeño: exterminio y reconstrucción en
El Salvador

Paula Mónaco Felipe

Columnas:
Perfiles
Marcos Winocur

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Francisco Torres Córdova
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Del tiempo y la oración

Hay una hora que los relojes en la historia no registran, fuera del alcance de sus cuarzos, números o esbeltas manecillas;  invisible a las clepsidras de agua o de arena, los temblores de la luz o los sutiles engranajes de la sombra; una hora que se salta las tenaces cerrazones del tiempo cotidiano, imbricada en sus múltiples cerrojos, sin intención definida, sin utilidad inmediata, anhelo de futuro o un aquí y ahora perentorio, y ajena a las arcas donde el tiempo se acuña a sí mismo en metales que se sueñan eternamente incontestables, se imprime en papeles de filigrana secreta o se cifra en impulsos electrónicos que conducen el poder o la miseria. Una hora húmeda, tibia y fecunda en el limpio vacío que fermenta el pensamiento, destilada y acendrada en la cadencia de la vida, pero no entrampada en su rutina, sino desde ahí expuesta al infinito azar y sus hallazgos siempre precisos, ésos que engarzan la memoria en la molécula, que arraigan un suspiro a la materia, como la altura de un árbol y el arco de su aliento en cada hoja, o el exacto relieve de la huella dactilar de una criatura en el vientre de su madre todavía. Una hora con el espacio todo sin orillas, a veces suspendida en el instante puntual que nos despierta al recuerdo innato de la muerte, porque es toda vida ahí, en el borde de los labios del primer beso, en el espasmo primitivo que nos pierde y nos celebra el gozo de otro cuerpo, la distancia amorosa de sus manos. Una hora diríase sin tiempo, cierta de su lugar en la conciencia y a la vez más allá de ella, en el otro, no en el que vemos, sino en el que nos devuelve la mirada para decirnos la soledad que nos vincula, el tacto fino,  cálido y severo de su enigma. Una hora que no dispersa el tiempo recto, indiferente y blanco que ciñe los huesos y la carne –la “religiosa, frenética y descalza”  que dice el poeta–, sino al contrario lo concentra, le da peso y resonancia y nos tañe como el pulmón de la ballena el horizonte de su canto. Tal vez esa es la hora en que la voz a trechos rota o deshilada pone en el aire el íntimo vigor de las palabras, la inocencia de su impulso trabajada en un grito, un lamento, una invocación, un hechizo, un oráculo, todos alumbrados de silencio, y entonces alcanzan la oración o la plegaria, la piedra inicial donde el poema frota sus lenguas con la rugosa claridad de lo sagrado, con sus fibras de hierbas olorosas que así nos incorporan un instante a su misterio. Esa hora, ese recoveco del tiempo que escapa al tiempo en el puente delicado de unos versos: “Padre nuestro que estás en los cielos/ yo que amé/ yo que hice de mi novia un juramento/ que llegué a tomar al sol por las alas como a una mariposa/ Padre nuestro// Con nada he vivido.”  (Odysseas Elytis.).