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Fuego brillante
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Ray Bradbury, en 1966, al mirar un cuadro que fue parte de un proyecto escolar para ilustrar uno de los dramas de Los Ángeles descrito en sus textosFoto Ap
 
Periódico La Jornada
Jueves 7 de junio de 2012, p. 4

Cinco pequeños brincos y luego un gran salto.

Cinco petardos y luego una explosión.

Eso describe poco más o menos la génesis de Fahrenheit 451.

Cinco cuentos cortos, escritos durante un periodo de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días.

¿Cómo es eso?

Primero, los saltitos, los petardos:

En un cuento corto, Bonfire, que nunca vendí a ninguna revista, imaginé los pensamientos literarios de un hombre en la noche anterior al fin del mundo. Escribí unos cuantos relatos parecidos hace unos cuarenta y cinco años, no como una predicción, sino como una advertencia, en ocasiones demasiado insistente. En Bonfire, mi héroe enumera sus grandes pasiones. Algunas dicen así:

Lo que más molestaba a William Peterson era Shakespeare y Platón, y Aristóteles y Jonathan Swift y William Faulkner, y los poemas de, bueno, Robert Frost, quizá, y John Donne y Robert Herrick. Todos arrojados a la Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se convertirían). Pensó en las esculturas colosales de Michelangelo, y en el El Greco y Renoir y en tantos otros. Mañana estarían todos muertos, Shakespeare y Frost junto con Huxley, Picasso, Swift y Beethoven, toda aquella extraordinaria biblioteca y el bastante común propietario...

No mucho después de Bonfire escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo, Bright Phoenix: el patriota fanático local amenaza al bibliotecario del pueblo a propósito de unos cuantos miles de libros condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan para rociar los volúmenes con kerosene, el bibliotecario los invita a entrar, y en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos a los lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los ojos y entre las orejas de todos hay más de lo que podría imaginarse. Mientras quema los libros en el césped del jardín de la biblioteca, el Censor Jefe toma café con el bibliotecario del pueblo y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene trayendo una jarra de humeante café.

–Hola, Keats –dije.

–Tiempo de brumas y frutación madura –dijo el camarero.

–¿Keats? –dijo el Censor Jefe–. ¡No se llama Keats!

–Estúpido –dije–. Éste es un restaurante griego. ¿No es así, Platón?

El camarero volvió a llenarme la taza. –El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por encima de todo... Ésta y no otra es la raíz de la que nace un tirano; al principio es un protector.

Y más tarde, al salir del restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo. Lo agarré del brazo.

–Profesor Einstein –dije yo.

–Señor Shakespeare –dijo él.

Y cuando la biblioteca cierra y un hombre alto sale de allí, digo: –Buenas noches, señor Lincoln...

Y él contesta: –Cuatro docenas y siete años...

El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina.

Para ser seguida por otras historias similares: The Exiles, que trata de los personajes de los libros de Oz y Tarzán y Alicia, y de los personajes de los extraños cuentos escritos por Hawthorne y Poe, exiliados todos en Marte; uno por uno estos fantasmas se desvanecen y vuelan hacia una muerte definitiva cuando en la Tierra arden los últimos libros.

En Usher II mi héroe reúne en una casa de Marte a todos los incendiarios de libros, esas almas tristes que creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Los hace bailar en el baile de disfraces de la Muerte Roja, y los ahoga a todos en una laguna negra, mientras la Segunda Casa Usher se hunde en un abismo insondable.

Ahora el quinto brinco antes del gran salto.

Hace unos cuarenta y dos años, año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por Wilshire, Los Ángeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.

–Poniendo un pie delante del otro –le contesté, sabihondo.

Ésa no era la respuesta apropiada.

El policía repitió la pregunta.

Engreído, respondí: –Respirando el aire, hablando, conversando, paseando.

El oficial frunció el ceño. Me expliqué.

–Es ilógico que nos haya abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.

–¿Paseando, eh? –dijo el oficial–. ¿Sólo paseando?

Asentí y esperé a que la evidente verdad le entrara al fin en la cabeza.

–Bien –dijo el oficial–. Pero, ¡qué no se repita!

Y el coche patrulla se alejó.

Atrapado por este encuentro al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir El peatón que hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido caminar, y los peatones eran tratados como criminales. El relato fue rechazado por todas las revistas del país y acabó en el Reporter, la espléndida revista política de Max Ascoli.

Doy gracias a Dios por el encuentro con el coche patrulla, la curiosa pregunta, mis respuestas estúpidas, porque si no hubiera escrito El peatón no habría podido sacar a mi criminal paseante nocturno para otro trabajo en la ciudad, unos meses más tarde. Cuando lo hice, lo que empezó como una prueba de asociación de palabras o ideas se convirtió en una novela de 25.000 palabras titulada The Fireman, que me costó mucho vender, pues era la época del Comité de Investigaciones de Actividades Antiamericanas, aunque mucho antes de que Joseph McCarthy saliera a escena con Bobby Kennedy al alcance de la mano para organizar nuevas pesquisas.

En la sala de mecanografía, en el sótano de la biblioteca, gasté la fortuna de nueve dólares y medio en monedas de diez centavos; compré tiempo y espacio junto con una docena de estudiantes sentados ante otras tantas máquinas de escribir.

Era relativamente pobre en 1950 y no podía permitirme una oficina. Un mediodía, vagabundeando por el campus de la UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades y fui a investigar. Con un grito de alegría descubrí que, en efecto, había una sala de mecanografía con máquinas de escribir de alquiler donde por diez centavos la media hora uno podía sentarse y crear sin necesidad de tener una oficina decente.

Me senté, y tres horas después advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones gigantescas hacia el final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi mujer y nuestra pequeña hija.

No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y me recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos (...)

Fragmento del Posfacio del autor a su novela Fahrenheit 451, que con autorización de Editorial Planeta reproducimos para los lectores de La Jornada