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Héctor García
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AutorretratoFoto Héctor García
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el fotógrafo Héctor García, escribió Diego Rivera el 24 de agosto de 1955, que era un excelente artista que expresa con emoción, belleza, plenitud de forma y profunda sensibilidad y comprensión humanas, la vida que lo rodea, desde el accidente de calle hasta la plástica sublimada de la danza, pasando por todos los matices de las acciones del ser humano sobre la tierra, sus reacciones ante los hechos, mediante sus propias emociones.

A Héctor esta declaración le ha colmado la vida, porque la incluye (como Álvarez Bravo incluye la foto de El obrero asesinado) en todos los libros, todos los catálogos, todas las entrevistas, todas las exposiciones que ha hecho a lo largo de su vida de 80 años muy bien vividos.

Desde 1955, Héctor García ha expuesto en diversas galerías, pero ahora con el desafuero a Andrés Manuel López Obrador que en este momento sacude a las conciencias, creo que la exposición que más ha de recordar es aquella en el museo que dirigía Carlos Pellicer, en Villahermosa, Tabasco, y es ahora el Museo Carlos Pellicer. Su obra fotográfica tiene otro común denominador con la de Andrés Manuel López Obrador; la preocupación social que jamás lo abandona y le da un sello inconfundible. ¿Qué es lo que llama a Héctor? La calle y los de a pie.

Héctor García fue bracero y compartió la suerte de los espaldas mojadas, retrató la sangre en la nieve a finales de la Segunda Guerra Mundial, trabajó en el mantenimiento de las vías del ferrocarril para los transportes de material de guerra en trenes y furgones y, muy joven, vio un accidente mortal. Entrevisté a Héctor García para el periódico El Día en noviembre de 63. “(...) un día muy temprano, me puse a retratar el paisaje blanco, maravilloso. De pronto pasó uno de esos trenes estratégicos de los cuales nuestros mayordomos no recibían aviso porque, pues (...) eran trenes que transportaban materiales de guerra, y en el momento en que estábamos levantando la vía para cambiar unos durmientes, se llevó a algunos de mis compañeros.

La nieve se tiñó de sangre alrededor de los cadáveres de mis compañeros.

En ese momento Héctor tomó una camarita de cajón de su lonchera y sacó fotos. Desgraciadamente no salieron, pero se le quedaron impresas para siempre, tan grabadas que a lo primero que recurrió fue a la cámara, porque sintió que ese era su medio de expresión.

¿Cómo es posible que se te haya ocurrido retratar antes que ayudar? –le pregunté en la entrevista, y me contestó: Pues sí, precisamente, los retraté. ¿Por qué?–le insistí. Pues eso sí no puedo explicártelo, pero pensé que retratarlos era mi forma de ayudar.

Niño de La Candelaria de los Patos como tantos migrantes mexicanos, decidió probar suerte en los Esteists y para poder comer vendió sus zapatos, así como en el corrido: Me fui descalzo a Laredo. Cruzó Laredo y tomó un tren de mosca hasta llegar a Washington junto con 200 tabasqueños, otra coincidencia con El Peje, Andrés Manuel López Obrador.

Mi vida ha sido la de un Periquillo Sarniento.

Un Periquillo Sarniento de La Candelaria de los Patos. Aventurero, Héctor García ha vivido intensamente toda una etapa de México, la de la construcción de un país que ha ido encontrando su camino. Héctor también tuvo que encontrar el suyo en medio del hambre, la pobreza y la falta de oportunidades.

Cuando regresó a México trabajó cargando bultos de papel en un periódico de cine que hizo Edmundo Valadés, quien lo mandó a estudiar a la Academia de Arte Cinematográfica y supo de Gabriel Figueroa y Manuel Álvarez Bravo. ¿Quiénes eran? ¿Qué hacían? ¿Cómo lo hacían? Tuvo la posibilidad de trabajar de achichincle en los sets de cine de Churubusco, y descubrir lo que significa la fotografía, pero no sólo eso, la actuación, los dramas, las comedias, los culebrones, el juego de luces, los caprichos de las actrices, la forma de perder o de ganar el tiempo. Las escenas en el celuloide fueron parte de su escuela, su universidad de la vida, su prodigiosa vida de mentiras, su mentirosa vida de verdades.

En una ocasión, Enrique Borrego, director de la Extra, le dijo: Hombre, usted es un buen fotógrafo y le voy a dar la mejor fuente, la de Sociales. Es una oportunidad que les doy a muy pocos.

De allí su espíritu crítico y esa foto extraordinaria tomada en la antigua sede de Relaciones Exteriores, en la avenida Juárez, de una mujer de entallado vestido strapless a quien el secretario don Manuel M. Tello está a punto de pisarle la cola. A esta foto tomada en 1947 le puso Héctor Nuestra señora sociedad.

Enrique Borrego mandó llamar de nuevo a Héctor a la dirección: Hombre, son muy buenas fotografías, pero tiene usted una forma de ver las cosas que NO conviene a los intereses del periódico, así que mejor dedíquese a fotografiar lo que le dé la gana. Y eso es precisamente lo que ha hecho; fotografiar lo que más le atrae: el niño en el vientre de concreto, los mecapaleros de La Merced; el hacinamiento en ciudad Nezahualcóyotl; el rostro desolado de un zapatista al que le puso Cartucho quemado; el niño del machete tomada en Atencingo, Puebla, en 1960; el niño cuyo impermeable es una inmensa hoja cortada bajo la lluvia en Veracruz, en 1965, y last but not least, los grandes reportajes del 68, los huicholes y los coras en plena Semana Santa para la serie de libros de Fernando Benítez, Los indios de México, los mayas, los tepehuanos de Durango y desde luego todas las escenas urbanas que hoy nos conmueven, como aquella del hombre de sombrero de palma que en medio de la inundación ofrece cargar a los peatones de una acera a la otra de la calle de Zaragoza, personaje al que Héctor García le puso Tláloc, tomada en 1960.

Nunca le interesó montar un estudio propio, poner luces y pantallas, decir: mójese los labios, siéntese derecho, sonría a la cámara, saque bien el busto, pero me consta que siempre le fascinaron las coristas del teatro Blanquita, la carpa de Palillo, la de Tin Tan, a quien retrató desnudo bajo la regadera después de una función en La Habana, en 1953; a Pedro Infante, a Agustín Lara antes de que lo dejara María Félix, aún más chupado y deprimido. Héctor García fotografió a las que fuman en los camerinos y tardan mucho en colocarse las pestañas postizas, las que hablan por teléfono durante horas con su amorcito corazón, las tiples, las adorables gorditas que se contonean sobre sus tacones dorados, las que le preguntaban abrazándolo: ¿Cómo estás amor de mi vida? Lo besaban con sus labios cubiertos con un lápiz labial que se llamaba Orquídea fatal. Héctor siempre quería que yo las entrevistara a todas y de a una por una cuando lo que yo quería es que me enseñaran a bailar. Esta vida de la farándula nada tenía que ver con la sección de sociales y casi nada con la de espectáculos, en la que sí figuraban María Félix y Dolores del Río, a quienes también Héctor García retrató infinidad de veces, así como a Frida Kahlo tendida en su cama y en su ataúd. No, lo que jaló a Héctor fue la calle, las manifestaciones populares, el ahí va el golpe de los cargadores, la rifa de pollos en la cantina, las riñas y los escándalos, la dulzura de la quesadillera que pone su anafre a flor de banqueta. Apenas había una reyerta, un encontronazo con la policía, Héctor salía de inmediato. La única vez que la policía me llevó en la julia y encerró tras las rejas de una delegación fue porque Héctor retrató la furia de un policía que nos impedía el paso y me aventó la cámara para salvar el rollo. Los agentes azotaron la cámara, la rompieron y desde luego confiscaron el rollo.

La fotografía de Héctor García es una gran aportación a la historia de nuestro país. Le da un sentido social, como lo hicieron en su época Tina Modotti, Hugo Brehme, Sergei Eisenstein, Edouard Tissé, Manuel Álvarez Bravo, a quien Héctor despidió en el cementerio con un Adiós maestro, los hermanos Mayo, Francisco, Faustino, Pablo y Julio, Nacho López, Armando Salas Portugal, Mariana Yampolsky y Enrique Bostelmann y muchos más que siguieron sus pasos y le dieron preminencia a la calle como lo hizo Cartier-Bresson, quien se dedicó a retratar los grandes momentos de su época al igual que otro de los grandes, Robert Capa, ambos cronistas de España, China, Cuba y la Unión Soviética. Si en Cartier-Bresson es muy clara la preocupación estética, precisamente porque a la fotografía añade su vocación por la pintura, en Héctor García salta a la vista la preocupación social que se remonta a sus orígenes. Jamás olvida Héctor a La Candelaria de los Patos.

Si alguna cosa sale estética, es como el burro que tocó la flauta, me dijo Héctor García en una entrevista en 1967, pero las fotos de Héctor no son chiripadas ni juegos de azar, sino el resultado de muchos años de calle, muchas jornadas con la cámara al hombro, muchas horas en el cuarto oscuro con la ayuda de María, su leal compañera, muchos momentos de tensión, muchas corretizas, muchas persecuciones, una vida entera con el ojo atento, el corazón y el cerebro enfocados en una dirección, el camino por el que ascienden los mexicanos más olvidados, los más humillados, los más inventivos también, el llamado lumpen de las piqueras y las taquerías, el de la Plaza Garibaldi y el de La Merced, el de los circos de barrio y el de las grandes manifestaciones, el de los que se ganan la vida a trompa talega y gritan en el Zócalo: ¡Viva México, hijos de la garnacha!