Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de mayo de 2012 Num: 898

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Huir del futuro
Vilma Fuentes

Palabras para recordar a Guillermo Fernández
Marco Antonio Campos

Nostalgia por el entusiasmo
José María Espinasa

Cali, la salsa y
otros placeres

Fabrizio Lorusso

John Cheever: un neoyorquino de todas partes
Leandro Arellano

Reunión
John Cheever

Carlos Fuentes en la
última batalla

Antonio Valle

Carlos Fuentes,
los libros y la fortuna

Luis Tovar

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Alonso Arreola
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Patti Smith, buscando café

Cuando nos enteramos de su visita a México nos sentimos obligados y entusiasmados. ¿Cómo no ver a Patti Smith en concierto? Pionera del protopunk, impulsora de la poesía beat, colega de los mayores nombres del rock anglosajón, había que acompañarla por pura jerarquía y respeto pese al tiempo sin seguir su carrera musical, sin saber los últimos derroteros de su producción plástica. Así nos hicimos de boletos para verla en el marco del Festival de México, en una nueva sede: el hermoso museo Anahuacalli de Diego Rivera, allá por Árbol del Fuego, en Coyoacán.

Llegado el día, las nubes oscuras insistían en una fina red de mojada antipatía. Fastidiados, nos preguntábamos si la presentación de la nacida en Chicago valdría realmente la pena. Muchos dudaban lo mismo. Lo último que sabíamos de ella provenía del documental de 2008 Dream of Life, de Steven Sebring, donde se le muestra en un peculiar estado de levedad. Levantado durante once años, el registro de Sebring también se convirtió en un libro notable lleno de material inédito. Se llama igual: Patti Smith: Dream of life (Rizzoli International Publications).

En fin. Recorrimos la distancia. No hubo problemas para estacionarse, algo raro si se esperan tres mil asistentes. Calle angosta y sinuosa, la del museo tiene la ventaja de un gran estacionamiento. Todo bien para entrar. Revisiones básicas y amabilidad. Eso sí, molestia general por el precio del boleto, pues ahora el Festival de México parece olvidar subsidios y políticas esenciales de pluralidad. Ya en el patio central, convertido en una suerte de anfiteatro al aire libre, el escenario mediano, bien diseñado. Pantallas a sus lados. Carpas de cerveza y fruta picada. Un ambiente relajado y la lluvia renunciando, dando paso a pinceladas de luna llena.

Empero, justo cuando nuestra apatía parecía vencida, subió al escenario Saint Maybe, grupo abridor. Hay que decirlo: fue terrible. Luego de media hora de malas ejecuciones, mal sonido y peores vocalizaciones, su cantante terminó por exasperar a una audiencia que pedía piedad con su respetuoso silencio:  “¿Podemos tocar una o dos piezas más?” “Nooooooooooooo”, fue la respuesta a coro. ¿Que quiénes eran? Una conocida banda de Tucson, Arizona, invitada por la propia Smith. Es verdad, en estudio suenan mejor y sus letras no son malas, pero están lejos de gobernar el escenario.

Terminada esa pesadilla, la plazuela del Anahuacalli lucía llena. Curiosa forma de celebrar un 5 de mayo, con la enorme fachada de piedra lanceolada por reflectores color morado. De fondo la voz de Cab Calloway dándole rienda suelta a su prodigioso  “Hi De Ho Man”.  La gente apretándose hacia el proscenio. Entonces, la salida de los músicos. Aplausos, muchos aplausos. Luego, el andar de niña de Patti Smith. Sí, una niña de sesenta y cinco años que flota de un lado a otro, sonriendo, agitando la mano suelta como quien va llegando en tren. Gritos y más gritos. Melómanos viejos, maduros, jóvenes, niños… todos respondiendo al saludo. Un aire premonitorio comenzaba a erizar la epidermis.

Suenan los primeros acordes. Es “Dancing Barefoot”.  “Hola brothers and sisters”, exclama la cantante. Desde ese momento, algo se aclara: el discurso más sesentero, más hippie, en voz de Patti Smith vuelve a recobrar su más sencillo y diáfano sentido. “Hermanos y hermanas.” ¿Cuántos podrían comenzar así? ¿Cuántos podrían, a lo largo de casi dos horas, dedicarle canciones a los pintores Diego Rivera y Frida Khalo, al escritor chileno Roberto Bolaño, a los periodistas asesinados de Veracruz? ¿Cuántos hoy comprometen su mensaje sin miedo a que los juzguen? Muy pocos. Algo terrible si pensamos en la violencia de nuestros días.

Sonaron entonces “Space Monkey”, “Redondo Beach”,  “Ghost Dance” y, de pronto, sobre unos acordes salidos de su propia guitarra acústica, entre cantando y recitando, esta sentida perorata:  “En 1970 tenía veintitrés años. Vine a Ciudad de México. Estaba sola. Era una joven que simplemente buscaba café. Sin que nadie me lastimara, me sentí libre.” Para ese momento ya había gente llorando, extática, separando el dedo índice del medio. Ningún celular obstruía la vista. Afortunadamente, no asistieron esos estultos que concierto tras concierto prefieren grabar mal su presente en vez de entregarlo a las transformaciones de la memoria.

“People Have the Power”,  “Gloria”, “Because the Night”,  por supuesto, fueron la parte final y más poderosa del concierto. Con un excelente grupo de músicos; con letras monumentales que mandan sobre el espíritu rítmico; con una voz coronada por la sabiduría pero que no renuncia al arrebato de la juventud, la de Patti Smith fue una ráfaga purificadora de las mejores que hemos visto pasar, pues borró las parafernalias, las enormes producciones y el glamur del rock, dejando todo en su estado primitivo, sobre la hierba y recién nacido, como un brote de café.