Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de abril de 2012 Num: 894

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Águila o sol:
real o imaginario

Vilma Fuentes

El enemigo del sida
en México

Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Reyes Terán

Exploración Ooajjakka
Rosa Isela Briseño

Amos y perros
Ricardo Bada

Guernica: 75 años
contra la barbarie

Anitzel Diaz

El mural de Guernica
Hugo Gutiérrez Vega

De feminismos,
clases y miedo

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Hugo Gutiérrez Vega

Los aburridos y los indignados

Me tocó vivir en Italia los primeros momentos de ese fenómeno que los capitalistas triunfadores llamaron “milagro económico”, así como los inicios del desencanto y de la náusea (o, mejor dicho, el aburrimiento) que se plasmó en algunas novelas de Moravia, especialmente en La noia, y en una serie de películas sobre la incomunicación, el desaliento y la frustración producida por la sociedad del capitalismo salvaje, ligeramente atenuado por algunos aspectos del contradictorio, y ya en ese momento criticado por los economistas imperiales, estado de bienestar. Moravia y Antonioni, cada quien desde su propia e irreductible perspectiva, son los grandes cronistas de esa etapa de progreso material, regresión espiritual y helada actitud capitalista. Nos angustiaban las películas de Antonioni, sus amenazantes silencios, los interminables paseos en círculo y sin objeto por los jardines de las enormes casas de la burguesía romana, el claroscuro constante y, por lo mismo, abrumador; el rostro afligido o totalmente desvalido de su actriz emblemática, Monica Vitti, y los finales abiertos y, al mismo tiempo, sin un asomo de futuro. Todo lo contrario de los finales chaplinianos abiertos a un crepúsculo de buen augurio, mientras el mimo y, a veces la muchacha rescatada de la miseria, caminan, hacia una nueva vida o, por lo menos, hacia una forma de la esperanza. La película de Fellini, La dolce vita, nos entregó una magistral serie de retratos de seres atrapados en las redes del consumo, la angustia y el sinsentido vital. Una Roma que ya había superado las heridas de la guerra y una Italia que gozaba de todos los beneficios del crecimiento industrial y comercial (a pesar de que el sur seguía en el subdesarrollo), son los personajes centrales de una saga en la cual los seres humanos han perdido la mayor parte de sus asideros espirituales. El Cristo amarrado a un helicóptero que vuela sobre los tejados de la ciudad abre la puerta de una de las películas esenciales de ese momento histórico y de perenne validez artística y humana. La escena del asesinato de los niños y del suicidio del padre asesino tiene una insoportable carga de desesperanza. El personaje muere y se lleva a sus hijos por la sencilla razón de que ya no le ve salida posible al mundo de la segunda guerra mundial, de la Guerra de Corea, de la llamada Guerra fría cargada de amenazas, del horror nuclear (muchos años antes, Italo Svevo, en el monólogo final de La conciencia de Zeno, había anunciado la destrucción de la humanidad por medio de la guerra atómica. El triestino veía al globo terráqueo girando en el espacio bajo la forma de la nebulosa primordial), de la feroz competencia de las grandes empresas, de la frivolidad criminal de los privilegiados, de la miseria lacerante del Tercer Mundo. En fin... el sacrificio casi ritual marcó a toda mi generación (la llamada Generación de la bomba, de la Guerra fría y del capitalismo salvaje). El neorrealismo nos había dejado su calidad artística, su humanismo aferrado a unos jirones de esperanza, una inmensa compasión y una incalculable carga de ternura. Los que pertenecíamos a la Generación de la bomba seguíamos admirando su mensaje, pero nos enfrentábamos a un nuevo fenómeno humano, el del cansancio, la desesperanza, la desconfianza en los otros y una insoportable náusea que ya nos habían anunciado Sartre y los existencialistas.

A mis muchos años de edad pienso que esas amenazas palpables en el cine y la literatura de mi generación se han concretado en el horror neoliberal que produce una trágicamente injusta distribución del ingreso, el aumento de la miseria, la ausencia de oportunidades para los jóvenes, la violencia del crimen organizado y de las fuerzas del Estado, el brutal crecimiento del desempleo y la demagogia que permea el discurso de la mayor parte de una clase política corrupta e irresponsable. Hemos pasado de la noia y de la psicosis de la bomba, a la franca y abierta indignación.

En la última secuencia de La dolce vita, al terminar la fiesta en la casa de la playa, los personajes se acercan al mar y ven a un pequeño grupo que rodea a un inexplicable monstruo marino con un ojo enormemente triste. Ese engendro está anunciando la proliferación de las monstruosidades. Ahora, en este mundo de terrible perfil teratológico, los seres humanos tenemos que hacer algo para evitar el final previsto por Svevo. Por lo pronto, manifestar nuestra justa indignación e intentar el acercamiento a la casi inalcanzable montaña de la esperanza, ésa en la que un día ya lejano se dijo un sermón lleno de confianza en la bondad humana.

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