Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de abril de 2012 Num: 894

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Águila o sol:
real o imaginario

Vilma Fuentes

El enemigo del sida
en México

Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Reyes Terán

Exploración Ooajjakka
Rosa Isela Briseño

Amos y perros
Ricardo Bada

Guernica: 75 años
contra la barbarie

Anitzel Diaz

El mural de Guernica
Hugo Gutiérrez Vega

De feminismos,
clases y miedo

Esther Andradi

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ana García Bergua

Misterios del mercado sobre ruedas

A cuatro puestos de la pescadera que vende en el mercadito de mi barrio, se planta el de otro pescadero que me intriga mucho. Les diré por qué: el puesto de la pescadera es una fiesta de salmones, huachinangos, dorados, extraviados, conejos, atunes, marlines y muchas otras maravillas, siempre atestado de clientela a la que la pescadera y sus hijos no se dan abasto para atender. Cuatro puestos más adelante, pasando unos que venden frutas y verduras de hoja verde, se emplaza, les decía, el valiente competidor. Ofrece apenas cuatro o seis pescados grises que parecen perderse en el enorme paño blanco; nadie se detiene a considerarlos y el hombre se mira siempre triste, sin apenas energía para anunciarse. Más murmura que grita sus pescados, no vaya a ser que se despierten. Es evidente que nadie en su sano juicio le comprará y de ello es muestra el hecho de que jamás le he visto cliente alguno, si acaso las moscas sobre los cuatro o seis pescados, todos de la misma clase, que se extienden en el puesto como si estuvieran más muertos que los de la pescadera, tan frescos que parecen a punto de saltar e irse de fiesta dando coletazos entre las acelgas, los rábanos y las lechugas del puesto contiguo.

Luego de observarlo semana tras semana, he llegado a la conclusión de que ese pescadero no se encuentra ahí, como los otros comerciantes, por razones sensatas y mercantiles. Algo me dice que su presencia en el mercadito tiene más de metafísico y misterioso.

Quizá el hombre que no vende pescado es una especie de revés del éxito de la pescadera o más bien un aditamento complementario e indispensable. Si el hombre desapareciera, el puesto de la pescadera lo haría también, pues la plenitud y la ausencia se necesitan una a la otra para sobrevivir: son vasos comunicantes, en este caso pescaderos comunicantes, unidos para siempre por mecates invisibles que los clientes del mercadito seríamos incapaces de ver. De ahí que no entendamos, de buenas a primeras, la presencia lacónica del hombre con los cuatro o seis pescados grises.

O tal vez el hombre que no vende pescado es un masoquista de los profesionales, un uruguayo fatalista o una especie de ejemplo místico de que la vida es, desde siempre, una empresa desesperada de la que todos saldremos perdiendo. Es un ejemplo gratuito de moralidad para las señoras del mercado: nos dice que aunque ese día nos alcance para la compra y salgamos felices, con la bolsa o el carrito repletos de lechugas, pimientos y piernas de pollo, no debemos confiarnos. Frente a las imprevisibles vueltas del Destino, no sería raro –y en los tiempos que corren lo raro sería lo contrario– que nuestras muchas flores de calabaza se transformaran en unos pocos ramos de cilantro y nuestra voz entusiasta en un grito de socorro lamentable y desangelado, como el de aquel hombre.

También he pensado que ese hombre que no vende y susurra lánguidamente “pescado fresco, pescado fresco” es en el fondo un artista de la ironía que amablemente nos educa en esta figura literaria. O bien que los pescados que en apariencia ansía vender no son pescados, sino que contienen en su interior bisutería china o mensajes secretos que se envían entre sí las sectas herméticas del barrio de San Francisco y las místicas de la Conchita, para organizar rituales en las catacumbas coyoacanenses, las noches de luna llena. Pero por más que espero, disimulada entre el puesto de naranjas y mangos benditos, a los viandantes que se detendrían frente al pescadero a recibir o entregar un mensaje escondido en las entrañas de una tilapia, no veo a nadie que lo haga. “Pescado fresco, pescado fresco”, sigue murmurando el hombre de la empresa perdida y ni quien se pare.

Así, la posibilidad más plausible es la que luego de muchas cavilaciones he llegado a concebir, una posibilidad no por extraña menos terrible: los cuatro pescados grises venden, en realidad, al hombre, como una pequeña mafia del mar que, así acostada como se ve, respira en el aire. De ahí que sean tan pocos, tan iguales como hermanos, tan inmóviles. Pescados al fin, de cerebro limitado, no han entendido que para obtener ganancias por aquel hombre tan melancólico necesitarían arreglarlo un poco mejor y hacer el reclamo ellos mismos, con lo que lograrían sorprender a la clientela. El llamado de aquel hombre, amenazado por la pequeña arma con que le apunta uno de los pescados bajo su aleta es, en realidad, un grito de auxilio, que debemos atender.