Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de abril de 2012 Num: 892

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Alfredo Larrauri, arquitecto
Guillermo García Oropeza

Bárbara Jacobs entre libros
Juan Domingo Argüelles

Clase 1952
Leandro Arellano

Dos poetas

Julián, por Herbert,
a solicitud expresa

Ricardo Yáñez entrevista con Julián Herbert

Dickens y la esperanza
Ricardo Guzmán Wolffer

Para volver a dante
José María Espinasa

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Calidad y contrapelo

Antonio Soria


Última espera,
Orlando Ortiz,
UAM,
México, 2011.

Entre demasiados otros despropósitos, los usos y costumbres de nuestra más que variopinta República de las Letras dictan uno particularmente injusto y enojoso: que no importa cuán buena sea la obra de un autor –vista pieza por pieza o en conjunto–, cuán irreprochable su escritura –en forma y fondo–, si dicho autor no adquiere y paga su cuota mediática –costo que suele llevar aparejados precios que, cuando se apoquinan, dan desdoro e incluso ignominia–; si el autor no se hunde hasta los codos en la rebatinga innoble de certámenes, concursos y toda suerte de pujas que dan (putrefacto) cuerpo a la malhadada premiolitis invadidos de la cual ciertos (demasiados) escritores quizá ni siquiera lo serían… Si, en fin, decide no entrarle con su cuerno al jueguito ése tan antiliterario consistente en buscar la fama (y buenas chambas) encaramándose en la literatura, dicho autor pareciera destinado a pasarle de noche ya no se diga al público lector masivo –en caso de que pueda demostrarse su mexicana existencia–, sino también al que a sí mismo se tiene por buen lector, donde el adjetivo signifique asiduo, enterado, conocedor, acucioso, exigente.

Algo así puede afirmarse del tamaulipeco Orlando Ortiz, quien hace cuarenta y cuatro años –a sus veintitrés– publicó En caso de duda, primera novela que sería sucedida por un opus diverso en el que dialogan y se complementan varios géneros: cuento, relato, crónica, ensayo; obra que incluye volúmenes absolutamente referenciales –verbigracia Jueves de Corpus, tempranísimo análisis/denuncia del halconazo de 1971–, lo mismo que otros de verdad modélicos en cuanto a riqueza investigativa –como Diré adiós a los señores, mirada a fondo a la vida cotidiana del siglo xix en México–, y tanto en éstos como en el abundante resto, lo que el lector encuentra es una combinación, poco usual en nuestro medio, de cualidades como rigor, eficiencia y gozo idiomáticos que, a diferencia de lo que sucede en otras plumas, no son un propósito en sí mismos sino un medio para acceder a un cometido más alto.

No es apología ni mucho menos guayabazo: que lo confirmen quienes han leído Cuestión de calibres, Secuelas o Miscelánea cruel, o los exigentes lectores de libros infantiles, para quienes Ortiz ha publicado, entre otros, Carnaval macabro y ¡Ay, qué vida tan chaparra! Sucede que, para mal o para bien, al autor de Crónica de las Huastecas y Búsquedas nunca le ha dado por ponerse a tiro de reflector, y si por otro lado tampoco puede decirse de él que viva ninguna especie de anonimato, no deja de ser cierto que la calidad de su producción literaria lo ubica –tiempo al tiempo– antes y arriba de buen número de autores de relumbrón mediático.

Los cuarenta y seis relatos breves que integran Última espera son el testimonio más reciente de todo lo antedicho, así como de una postura que el propio autor siempre ha sostenido: que lo suyo no es el uso de las palabras con propósitos meramente esteticistas; que no se trata de sólo escribir bien y, menos que menos, “bonito”, sino de conseguir que la palabra suscite, despierte, mueva las emociones de quien la recibe.

Entre las primeras inquietudes que remueve Última espera está una que ya otros libros de Ortiz han provocado: ¿relatos independientes o novela fragmentaria? Ambas cosas, posiblemente, si se dejan de lado las categorizaciones a rajatabla, lo cual permite concentrarse en algo de mayor interés que la mera y tantas veces inane clasificación por géneros: los temas y la forma de abordarlos. La propuesta narrativa de Ortiz incluye –por necesidad y naturaleza, no por búsqueda deliberada– el recurso narrativo vanguardista de la hibridación genérica para contar historias y perfilar personajes que, de otro modo y en manos menos hábiles, acusarían tiesura o anquilosamiento. Aquí conviven la criminalidad –organizada y de la otra–, la venalidad policíaca –valga la redundancia con el tema precedente–, la exasperante burocracia cultural –crimen de lesa incultura–, así como aristas de la realidad menos tremendas o vistosas pero no por eso menos relevantes, como la irredimible soledad humana –mitigada sólo de a ratos–, la búsqueda, la conquista y la extinción del placer –banda sinfín sobre la cual se vive–, el placer en algunas de sus manifestaciones, el dolor en todas ellas, más un etcétera contado a varias voces, regidas todas por la de un narrador para quien el dominio pleno de la forma es apenas requisito para ocupar, siempre a contrapelo de las modas, los moderos y su fugacidad, un sitio propio en el panorama literario contemporáneo.


Claridad y pureza del idioma

Raúl Olvera Mijares


El tiempo y lo imaginario,
Adriana Yáñez Vilalta,
FCE,
México, 2011.

En la época actual existe una marcada tendencia en el ámbito filosófico internacional –no sólo en México– por los temas y métodos que dominan en el mundo anglosajón. La llamada corriente analítica, que arrancaría a partir de Russell, Whitehead y sus famosos Principia (1910-13), se ha atomizado en el análisis de los problemas relativos al lenguaje, por un lado y, por otro, en la formulación de cualquier constructo concebible, con base en los instrumentos exactos de la lógica simbólica. Si bien el historicismo y la estética han sido remplazados casi por completo, aún prevalecen y se toleran –por ventura– otras concepciones.

Adriana Yáñez Vilalta (1954-2009) cursó estudios superiores de filosofía en la Universidad de París x Nanterre (1972-1974) y la Universidad Humboldt de Berlín (1978-1983); su formación básica comenzaría en el Liceo Franco Mexicano y la unam, hija de la escritora Maruxa Vilalta y del licenciado Gonzalo Yáñez, desde sus más tiernos años estuvo expuesta a un medio intelectual que privilegiaba la poesía, el teatro, el arte y el conocimiento de las lenguas extranjeras (además del francés y el alemán, lo cual resulta obvio por su formación, leía con fluidez el italiano, el catalán y el portugués).

El tiempo y lo imaginario es una selección de ensayos que proceden en ocasiones de sus libros anteriores. El primero, Recordar es permanecer. Heidegger y Hölderlin, apareció en Homenaje a Ricardo Guerra (UNAM, 2009). Ricardo Guerra Tejeda (1927-2007), filósofo y diplomático, era su marido, fundador del Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del estado de Morelos. A esa primera pieza le siguen siete más, que llevan por título El tiempo y lo imaginario; La búsqueda de la identidad. Imaginación, libertad y compromiso; La musa moderna; El compromiso; La muerte de Dios; Kant, y por último Bachelard: la poesía como intuición del instante.

Ya por los títulos es posible reconstruir, a grandes rasgos, los autores y los enfoques del volumen. Poetas románticos y simbolistas franceses, como Gérard de Nerval y Charles Baudelaire, cuyos textos aparecen citados en el original no sin molestas erratas, fueron particular objeto de análisis. Filósofos alemanes como Immanuel Kant, Friedrich Wilhelm Nietzsche y Martin Heidegger vuelven una y otra vez en las citas no sin ciertas pecas. Gaston Bachelard, ese curioso pensador francés casi poeta, constituye el último autor abordado, a propósito de su libro La intuición del instante (fce, 1999), donde pone en relación a Baudelaire, Edgar Allan Poe e incluso Heidegger. El estilo de la autora es solvente y bien meditado. El oficio –también de poeta– sale a relucir a cada instante. La sabia formulación y contundente construcción de las frases hacen de esta obra una lectura de provecho, no sólo para los entendidos en filosofía alemana y literatura francesa, sino para todos aquellos que aman la claridad y la pureza del idioma en que se hallan redactados los breves y enjundiosos textos.


Vidas imaginarias de Álvaro Uribe

Miguel Barberena


Morir más de una vez,
Álvaro Uribe,
Tusquets,
México, 2011.

El punto de partida de la nueva novela de Álvaro Uribe (México D.F., 1953), Morir más de una vez, es el cáncer de pulmón que se le diagnosticó en 2008. “Creí que iba a morir”, confiesa desde las primeras páginas, pero el tratamiento –extirpación de medio pulmón, quimioterapia– fue exitoso. Uribe sobrevivió para escribir la más íntima y memoriosa de sus novelas.

El autor se desdobla en varios “yo” para narrar su biografía no/velada. Se inspira en sus lecturas del escritor francés Marcel Schwob, autor de Vidas imaginarias, para narrar sus propias vidas imaginarias. Recurre también a la famosa cita de Arthur Rimbaud “Je est un autre” (“Yo es otro”) para explicar el sentido de su novela.

Porque Álvaro es “yo” y también sus otros “yo”: “Manuel Artigas”, un autor que ha escrito algunos libros bajo el seudónimo de “Álvaro Uribe”; también “Alberto Urquidi”, joven estudiante de La Sorbona en los años setenta, que será después consejero cultural de la embajada de México en Francia.

De esa forma el autor recuerda, inventa, fabula.

La novela gira en torno al “yo” que narra su vida y la de sus amigos durante los años bohemios del departamento en la rue Bonaparte: está “José Juan”, un pintor mexicano de brocha gorda (o “muralista monocromático”) al que le es concedida una segunda oportunidad tras caer de un tercer piso; también “Pierre-Luc” (o Pierlucas), un debutante cineasta franco-mexicano que anhela filmar el milagro de José Juan; “Josefina” ‒o “Joséphine”‒, una novia de juventud que pudo o no haber acabado de clocharde en las calles del Barrio Latino.

Otra historia es la de “Gabrielle Anghelotti”, una traductora de la embajada de México en París, cincuentona pero todavía deslumbrante, como es manera de las francesas: inteligente, bella, intelectual. Había servido a los embajadores Torres Bodet, Octavio Paz y Carlos Fuentes, además de tener contacto con escritores y artistas como el pintor Juan Gris o el “pope” del surrealismo André Breton. Había escrito el borrador de una novela titulada La ballena azul. Ese manuscrito y un viejo retrato de Gabrielle en el Jardín de Luxemburgo son los misterios que irá descubriendo el otro “yo” narrador.

La última historia es la de “Saúl”, un pintor mexicano en París, con una desaforada vida erótica. Hasta que se enamora de “Nadine”, al extremo de vivir con ella y prácticamente adoptar a su hija regordeta, “Nadia”. Obviamente, llega el momento en que el mexicano las abandona y vuelve a su país. Años después, regresa a París donde se reencuentra con la pequeña Nadia, ahora ya hecha toda una mujer. Sobra decir el resto…

Francófilo y afrancesado (que no es lo mismo), Álvaro Uribe ha escrito por fin su novela francesa. Morir más de una vez trata de su educación sentimental e intelectual en París, su Rayuela personal. Parte del interés del libro son los paseos que ofrece por los más diversos barrios y lugares de la capital de Francia, con descripciones que sólo un verdadero conocedor puede plasmar, como “uno de esos días típicos del otoño parisiense en que las nubes inquietas se deslizan tan cerca de la tierra que todo el mundo camina con la cabeza gacha para no toparse con ellas.”

Tras sus roces reales y ficticios con la muerte, Uribe se compara con el personaje de la película Fearless (encarnado por Jeff Bridges), que después de sobrevivir a un mortífero accidente aéreo pierde el miedo a morir (más de una vez).



El hombre que fue Drácula,
Roberto Coria/Vicente Quirarte/Eduardo Ruiz Saviñón/Hugo Gutiérrez Vega/Víctor Grovas,
Libros de Godot,
México, 2012.

Esta es la segunda edición –la primera fue publicada en 2007– de un volumen cuya riqueza radica, en buena medida, en su vocación colectiva. La pieza central, que da título al libro, es la obra en dos actos emanada de la pluma de Coria; la edición literaria corre a cargo de Quirarte, de conocido fervor por el personaje creado por Stoker; la edición teatral es responsabilidad del director Ruiz Saviñón, y los textos del propio Quirarte, de Gutiérrez Vega y de Grovas complementan y amplifican el sentido de esta obra peculiar, que fue montada por primera vez en 2007.