Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de marzo de 2012 Num: 889

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cinco décadas contra
la ignorancia

Paula Mónaco Felipe entrevista con Manuela Garín Pinillos

Despedirse de Livinus
Roger van de Velde

La farsa
Luis García Montero

Una canción para
la noche nigeriana

Emiliano Becerril Silva

Los 45 de Cien años
de soledad

Luis Rafael Sánchez

Fin de la migración mexicana
Febronio Zataráin

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Rafael Sánchez

I

Gabriel García Márquez.
Foto: Guillermo Angulo

Guardo la primera edición de Cien años de soledad como oro en paño. La compré en Madrid el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete. Pagué 185 pesetas, lo indica, a lápiz, la página siguiente a la portada –5 dólares y 25 centavos al cambio de entonces, más o menos 35 pesetas por dólar. Bajo la indicación del precio se adhiere un papelito que avisa: Librería Fernando Fé. Sol, 14- Madrid. Todavía el monosílabo fe llevaba acento ortográfico. La portadilla acredita el autor, el título y la firma editora, Sudamericana.

La portada recoge tres motivos insoslayables de la novela. La maraña selvática que ciñe a Macondo. Un galeón. Tres astromelias o tres nomeolvides: sólo un botánico podrá arbitrar de cuál flor se trata. Trescientas cincuentiún páginas después, el colofón avisa que Cien años de soledad se terminó de imprimir el treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete, en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, SA, Calle Alsina número 2049, Buenos Aires.

El nombre del autor me era conocido. En junio de ’63, ya aprobados los cursos conducentes a la Maestría en Artes y Ciencias de la Universidad de Nueva York, tomé unos adicionales en la Universidad de Columbia, Las novelas de Miguel de Unamuno y Nueva Narrativa Hispanoamericana. Recuerdo al profesor de ambos, el paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá. Sobra decir que el curso sobre Unamuno incluía su obra novelística completa. El curso dedicado a la nueva narrativa hispanoamericana, dadas las fechas en que se ofreció, incluía El coronel no tiene quien le escriba.

II

El entusiasmo producido por El coronel no tiene quien le escriba, cuatro años antes, me empujó a devorar Cien años de soledad armado con un bolígrafo. Desde luego, son textos y texturas diferentes. La trama lineal de la primera contrasta con la trama zigzagueante de la segunda. Y la nómina escasa de personajes de la primera contrasta con el nutrido registro demográfico que instituye la segunda. Aparte de que la extensión de la primera, novela apretada como un puño e hilvanada con una prosa de ecos telegráficos, se desemeja en extensión de la segunda, novela oceánica y de horizonte incircunscrito, por la que navegan personajes vivos, personajes muertos y personajes vivos en tránsito voluntarioso hacia la celestialidad, por ejemplo Remedios la bella.

Pero el genio y el magisterio del autor se constatan a cada vuelta de página de ambas novelas. Ya sea una sutileza a propósito de la condición humana, tan lozana que apabulla descubrirla. Ya sea una mirada, de calado hondo, a las fatigas del tiempo. Ya sea un giro verbal, cuya irrupción en un párrafo alcanza el carácter de un acontecimiento. Ya sea la factura regia de unos personajes atascados en la esperanza ilusa, ésa que la gran poeta mexicana Juana Inés de la Cruz tacha de “diuturna enfermedad” y el gran poeta puertorriqueño Pedro Flores tacha de “flor de desconsuelo”.

III

A pesar de las tangencias enumeradas y las otras ennumerables, a pesar de que El coronel no tiene quien le escriba es una gran novela de formato breve, cuyos escrupulosos tiento y aliento la hermanan con las prodigiosas Muerte en Venecia y El extranjero, fue Cien años de soledad la obra que consagró a Gabriel García Márquez como escritor universal. Modelo de una escritura que se afianza en la página sin el menor esfuerzo, como resultas de un empecinado control narrativo, infalible hasta en los usos de la coma y el punto, en Cien años de soledad todo se vuelve inauguración, novedad, génesis. En concordancia, varios pasajes identifican a los Buendía, el clan protagonista de la novela, como seres primerizos. La primeridad los marca. A unos con una cruz de ceniza en la frente, a otros con una cruz de rencor en el alma, a otros con unas ganas atrabiliarias de alejarse de Macondo en busca de prosperidad, a otros con unas ganas irracionales de asentarse en Macondo por siempre.


El Gabo posa con una edición de Cien años de soledad en la cabeza

No extrañe, entonces, que Macondo, lugar donde transcurre la acción, se percibiera, enseguida, como una alegoría desgarrada del continente americano. Y que el apodo del autor, Gabo, sirviera de agua bautismal a la estética literaria emanante de su obra, el gabismo. Dicha estética, que algunos prefieren llamar macondismo, junta y mezcla hasta la indistinción, la realidad y la fantasía, la extravagancia y el descabellamiento, los personajes carentes de la mínima introspección y los personajes embarcados en la abstracción a ultranza: el clan Buendía, acoge de todo, como la botica.

De la consagración se encargó la crítica especializada. Que no le regateó encomios a la saga de los Buendía, adjudicándole parentescos linajudos, hasta innecesarios algunos por bombásticos. La emparentaron con Las mil y una noches. La emparentaron con la Biblia y su sucesión de tribus y descendencias interconectadas. La emparentaron con las crónicas de Indias y con el asombro incesante del europeo ante la maravilla encontrada. De la consagración se encargó, sobre todo, la masa innúmera de leedores, de siempre entusiasmada por devorar historias novedosas, historias capaces de poner a prueba sus certidumbres tercas y el arte superior del sujeto que las cuenta.

IV

Al fin y al cabo el cuento no es el cuento, el cuento es quien lo cuenta. Y quien lo cuenta ha de saber encapsularlo en un decir riguroso, hecho de voz, de ritmo y de mirada. Sobre todo de mirada. No hay gran escritor si no hay mirada implacable a la realidad, esa danzarina falsa de los siete velos. No hay gran escritor si dicha mirada no halla la palabra capaz de registrarla.

También explica el éxito consagratorio de Cien años de soledad, la vertiginosa sucesión de miradas ahondadoras que recopila y la franqueza prosística que las ensarta. Una prosa en posesión de un secreto candente, si bien sospechándose desde la primera oración: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y es tal secreto candente que, a lo largo de Cien años de soledad la poesía se asume como sombra sonora de la prosa.

Efecto seguido de ambas consagraciones, la puesta en marcha por la crítica especializada y la puesta en marcha por los leedores comunes y corrientes, fueron la traducción de Cien años de soledad a todas las lenguas y el desatamiento de un interés febril por la escritura anterior del colombiano. Cuentos, novelas y artículos periodísticos tuvieron la segunda oportunidad sobre la Tierra, que no tuvieron las estirpes condenadas a cien años de soledad. Incluso, la literatura pareció rebanarse en dos hemisferios irreconciliables, la hispanoamericana en particular: antes de Macondo y después de Macondo. Docenas de escritores se macondizaron por una temporada larga; otros, para siempre. Como si los hubiera victimizado una fiebre semejante a las varias que estragaron a los macondenses: la fiebre del insomnio, la fiebre del olvido, la fiebre del banano.

V

El verbo devorar me agrada a más no poder. Significa una cosa, pero sugiere otras, entre ellas el hambre que se mitiga a puro desorden, la imposibilidad de detenerse a saborear y la boca llena. El verbo devorar está hecho de prisa y frenesí, razón para el favor que le apartan los amantes, luego de transformarlo en verbo imperativo y súplica dulzona: “Devórame otra vez.”


Primera edición de Cien años de soledad, editorial Sudamericana, 1967

Dije en el fragmento segundo que devoré Cien años de soledad armado con un bolígrafo, presto a subrayar cuantos pasajes encandilaran mi imaginación, desde aquel en el principio, donde se notician las consecuencias trágicas del pantalón de castidad que viste Úrsula Iguarán a la hora de dormir, hasta aquel en las páginas últimas donde se noticia “la última madrugada de Macondo”. Sin embargo, entre el uno y el otro se hicieron subrayables tantos pasajes, tantos fulgores creativos se continuaron revelando, que cesé de subrayar. Pues la novela no tenía un tramo ajeno al hechizo, ese estado de satisfacción, con apariencia de sobrenaturalidad, que suscitan muy escasos amores y muy escasas obras de arte.

Los admiradores de Gardel aseguran, si bien ya pasados setenta y seis años de la tragedia en Medellín: “Carlitos está cantando mejor que nunca.” Los admiradores de Cien años de soledad aseguramos, hechizados por un fulgor narrativo acabado de hallar, pues se nos escapó en la segunda, la tercera, la cuarta lectura: “Endemoniada novela, hoy está más chula que ayer.”

La segunda, la tercera, la cuarta lectura las hice en sucesivas ediciones, compradas en Puerto Rico, Nueva York, Berlín. Porque la primera, comprada en la madrileña librería Fernando Fé el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete, descansa en el fondo de un baúl con llave, envuelta en paño, como el oro. Más de una noche de ronda por los abismos del insomnio, libro el libro de la prisión que ocupa en el baúl. Entonces, revestido el corazón por una costra de egoísmo, avanzo a besuquear la maraña selvática, el galeón, las tres astromelias o nomeolvides y susurro, entrecerrando los dientes y apretándolos: “Soy tu dueño.”