Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de marzo de 2012 Num: 889

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cinco décadas contra
la ignorancia

Paula Mónaco Felipe entrevista con Manuela Garín Pinillos

Despedirse de Livinus
Roger van de Velde

La farsa
Luis García Montero

Una canción para
la noche nigeriana

Emiliano Becerril Silva

Los 45 de Cien años
de soledad

Luis Rafael Sánchez

Fin de la migración mexicana
Febronio Zataráin

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Cultura nacional

Raúl Olvera Mijares


Las categorías de la cultura mexicana,
Elsa Cecilia Frost,
FCE,
México, 2010.

Desde volúmenes tan señeros en la historia del siglo XX, como El perfil del hombre y la cultura en México (1934), de Samuel Ramos, o bien El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz, aunque bien pudieron destacarse otras obras de Leopoldo Zea, Emilio Uranga y Jorge Cuesta, hasta todos aquellos autores que se han ocupado en delimitar la esencia y el carácter de México, oscilando entre el valor del pasado autóctono y el beneficio innegable de haber recibido la cultura occidental a través de España, pensadores de la talla de Carlos Sigüenza y Góngora, Bernardo de Balbuena, Francisco Xavier Clavijero o Alfonso Reyes, no se había realizado un esfuerzo tan sistemático y tan serio como el de Elsa Cecilia Frost del Valle, cuyo asesor sería nada más y nada menos que el profesor español exiliado en México José Gaos.

A partir de un concepto de cultura fuertemente impregnado de filosofía, pasándole revista a pensadores de la talla de Spengler, Scheler, Cassirer u Ortega, la autora se embarca en una reflexión de amplio espectro, muy a la manera de los teutones, la cual abarca incluso ciertos aspectos de la sociología, la antropología cultural y la filosofía del espíritu de Hegel, con el propósito de definir los conceptos de cultura objetiva y cultura subjetiva, cultura cristiana, Occidente, para finalmente rematar en las sutiles distinciones y varios orígenes que se esconden tras términos como Hispanoamérica, Latinoamérica e Iberoamérica. Elsa Cecilia Frost se plantea si la mexicana es una cultura criolla o mestiza, de síntesis o superpuesta, heterónoma o heredada. A diferencia de Paz y Ramos, la autora no descansa su tesis principal sobre la psicología del mexicano, sino sobre conceptos de validez universal que comúnmente esgrime el filósofo al intentar comprender el huidizo ser de lo mexicano. No tanto los hitos concretos alcanzados, que son más bien escasos en este terreno lábil e inasible, sino más bien los puntos de partida son los que avalan el trabajo de esta denodada académica, hija de alemán y mexicana, alumna del Colegio Alemán en Ciudad de México, y destacada editora y traductora del Fondo de Cultura Económica.

Una y otra vez la autora intenta caracterizar la cultura nacional aceptando y rechazando una serie de calificativos como sucursal, colonial, fusionada, para finalizar en una caracterización del espíritu mexicano a través del arte, en particular el muralismo en pintura y la novela y el corrido de la Revolución, dilucidando de paso el significado de los múltiples planes revolucionarios y el movimiento cristero. Acaso el término del recorrido importe menos que el trayecto mismo. El empeño de la doctora Frost es quizá un tanto arduo y difícil de penetrar, pero en su profundidad conceptual y en su perspicacia constituye una muestra difícilmente emulable de lo que el tesón germánico logra cuando está alimentado por una pasión indefinible, oscura y sin freno: desentrañar la cultura matria o cultura de la madre.


Del amor concedido y del amor arrebatado

Ricardo Yáñez


Invisible estoque,
Vicente Quirarte,
Mantis Editores,
México, 2011.

Tres fases del amor, preludio, navegación y naufragio, presenta Vicente Quirarte en Invisible estoque, libro muy bien editado que reúne trabajos escritos durante tres décadas. Explicada por el propio poeta, la selección va de “cuando nos descubrimos espejo nimbado por una luz inédita que a su vez nos inflama y nos transforma” al instante en que “el abandonado pierde todo y debe enfrentar nuevas tormentas para regresar al mundo”, no sin antes haber experimentado el “fluir de esa energía voraz, interminable en nuestras venas: historia conocida que en la experiencia personal se vuelve única”. Y concluye el autor: “Sólo el amor concede a quien lo vive el privilegio de ser otro en otro y saberse invencible.”

Mas acaso el silencio preceda al amor (y “el poema es entonces/ encender un cerillo,/ alimentar el fuego/ con la sombra...”) y sea también lo que conviene cuando la pasión se ausenta (“... no es la muerte aún./ Pero se le parece como nada.”) Acaso haya que aplicarse en el oficio del silencio para poder nombrar (el amor, lo que sea). De allí, imaginamos, que las palabras que sirven de pórtico al viaje amoroso propiamente dicho aludan a esa dedicación, a ese “mester”.

Textos escritos con frases o líneas de inclinación non (bien que no siempre estricta, un tanto jazzeada), con predominancia del endecasílabo y el heptasílabo, fácilmente visibles en el verso, sencillamente audibles en la prosa, la propuesta guarda no sólo unidad temática sino también, en más de un sentido, formal. Veamos algo de la poesía horizontal de “Habla el centinela”: “No termina el trabajo de tu sangre: [...] en incesante juego te mantiene.” Mucho más prosaica, en el buen sentido de la palabra, pudiera parecer: “Llueve como si Dios no tuviera otra cosa que hacer...”, segmento sin duda hermoso, que leído completo permite ver que está formado por tres cláusulas heptasílabas (“Llueve como si Dios/ no tuviera otra cosa/ que hacer en el planeta”). “Habla el centinela” termina con un endecasílabo –más allá de lo técnico– perfecto: “No hay trabajo más alto que esperarte.”

Reproduzcamos ahora “Habla tu espejo”, uno de los mejores pasajes de todo el libro (que incluye asimismo un “Habla tu perfume”): “Me fragmento/ porque no te soporto tan entera./ Para no ser ya más/ el primero en saber de tus mañanas./ Ni el eco de  tu aliento. Ni tu nota./ Por mis venas sonrió el agua de tu día./ La boca de otra sangre,/ acerada en el riel de tu sonrisa./ En este fugaz azogue se copiaron/ pocos, pero profundos, nacimientos./ Me los llevo en mi cauda./ Los arrastro en mi quiebre luminoso./ Ardo helado, celoso, intolerante./ Cada trozo refleja tu mirada/ y la luz de otro cielo que no es mío.”

Y, en desorden, tres fragmentos de su tan conocido “Elogio del vampiro”: “Inútil ocultarse del vampiro/ cuando es el corazón plaza tomada/ y lo vence un puñal de sinfonola/ o el borracho que silba/ en la noche sin nadie.” “El vampiro es tan bello/ que el azogue se niega a reflejarlo./ Si su sombra te alcanza,/ olvidarán tu nombre los espejos...” “Quisiera amar la luz, pero ya sabe/ que el amor sabe a sombra perseguida...”

Ilustran el poemario trabajos de Anabel Quirarte y Jorge Ornelas.


Compadrita y arrabalera

Sonia Peña


Kriminal tango,
Álvaro Abós,
Alfaguara,
Argentina, 2010.

El género policíaco tiene amplia trayectoria en el Río de la Plata, y sus precursores y continuadores son casi tan numerosos como lo son sus lectores. Álvaro Abós, abogado, periodista y escritor, es asimismo autor de obras significativas como Eichmann en Argentina (2007) y otras no menos importantes como Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires (2000). Ha investigado y publicado varios ensayos sobre el desafortunado periplo que tuvo el mural de David Alfaro Siqueiros en aquel país sudamericano. Abós se ha ganado un sitio privilegiado en la narrativa contemporánea argentina.

El inspector de Kriminal tango tiene un nombre común (Juan) y un apellido irrisorio (Muñecas). No menos significativo es el único término con el que se designa a su compañero: Magro, quien, paradójicamente, posee un envidiable cuerpo atlético. Ellos son los encargados de  llevar al lector por los sitios más reconocidos y por los suburbios de una Buenos Aires que se antoja compadrita y arrabalera. Muñecas reúne varias características propias del investigador de novela negra: solitario, con un matrimonio deshecho, buen bebedor de whisky, violinista melancólico y, sobre todo, amante del tango y la milonga, afición que constituye un tributo a la música nacional argentina, a la vez que ésta es la orquesta de fondo de un enigma que se mantiene hasta el final.

Destaca en esta novela el conocimiento tanguero del autor, la reconstrucción de una ciudad a la que dan ganas de recorrer “a pata” –como tambiénse dice en Argentina–, así como la configuración de protagonista y coprotagonista, pues el lector se topa con seres de carne y hueso, policías que se encuentran lejos de la inteligencia sobrenatural de un Holmes o de la suspicacia irónica de un Parodi; su modelo es Philip Marlowe, de Chandler. El asistente de Muñecas tampoco es el típico ayudante creado para exaltar la inteligencia del jefe. Ambos son conscientes de sus limitaciones y de su papel en la sociedad: dos policías de la Federal tratando de esclarecer el asesinato de un ciudadano común y silvestre, víctima de un crimen atroz: ser quemado vivo dentro de un ataúd y a plena luz del día.

Una fracción de segundo, un simple error puede dejar al descubierto la vida de un hombre que de esposo ejemplar y padre abnegado pasa a ser marido aventurero; un  “honesto” profesional que de pronto se devela como administrador corrupto. El azar puede jugarle a cualquiera una mala pasada; por las dudas, no hay que anotar palabras o siglas comprometedoras en la agenda, ni cargar las llaves del sitio secreto, ni confiar en el socio perfecto. Kriminal tango es un desafío donde el narrador tiene el as en la manga y el caballo para dar jaque, porque el asesino es el menos pensado y el móvil el menos imaginable: dos componentes que exige el género para hacer de la novela una obra digna del mismo.



Sándor Márai: el amor burgués,
Lorenzo León Diez,
Universidad Veracruzana,
México, 2011.

La publicación de este volumen fue una de las maneras como la UV se unió a las celebraciones mundiales con motivo del ciento diez aniversario del nacimiento de este intenso, infinito e inagotable autor húngaro, que tuvieron lugar el año pasado. Precedido de un prólogo escrito por la también húngara Edith Muharay, el ensayo de León Diez explora y reflexiona en torno a la vasta obra del autor de La gaviota y Confesiones de un burgués, entre muchos otros títulos, poniendo énfasis en aspectos poco o casi nada explorados de la experiencia maraiana, como indudablemente lo es, por ejemplo, la convicción del nacido en Kassa de tener, y de modo intenso, “algo en común con México”, país en el que pensaba “a menudo [...], a veces con un sentimiento de nostalgia”. Convenientemente y con toda lógica, León Diez se pregunta aquí –y aventura una respuesta– si acaso Márai habría intuido lo mucho y apasionadamente que es leído en nuestro idioma.



La nueva República,
Ignacio Ramírez El Nigromante,
Emilio Arellano,
Planeta,
México, 2012.

En 2009, el autor publicó un libro claramente antecesor de éste, titulado Ignacio Ramírez El Nigromante, memorias prohibidas, en este mismo sello editorial. Ahora abunda en y sobre la figura y el pensamiento inagotables de uno de los pensadores más ilustres –y hoy necesarísimos– que ha dado este país. Materia gris del ideario liberal en el convulso siglo XIX, sin el terrible prefijo neo– que hoy lo pervierte, El Nigromante sigue siendo manantial de una claridad en teoría política que ya quisieran, aunque fuera en su teleprompter y a manera de microcápsulas, algunos candidatos a cargos de elección popular.



Historia de todas las cosas,
Marco Tulio Aguilera Garramuño,
Trama Editorial/Ediciones de Educación y Cultura,
México, 2011.

Fue en 1975 cuando por primera vez se publicó esta novela-río del autor colombiano radicado en México desde finales de la década de los años setenta. Perdido el adjetivo “breve” con el que comenzaba el título, es reeditada casi cuatro décadas después de que, siendo la ópera prima garramuñesca y su autor, por lo tanto, obviamente desconocido, se hablara más en contra que a favor de algo que sostenía la cuarta de forros de aquella edición –y que se evoca en la de ésta–, auténtico beso del diablo: que la Breve historia... era “mejor” que Cien años de soledad. Ha querido el azar, poco dado a equivocarse, que la presente reedición coincida, al menos en las páginas de este suplemento, con el texto del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez que celebra los primeros cuarenta y cinco años de Macondo.