17 de marzo de 2012     Número 54

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Dónde están y cómo están
los jornaleros agrícolas


FOTO: Rodrigo Cruz / Tlachinollan

Antonieta Barrón
Profesor de carrera, Facultad de Economía, UNAM
[email protected]

Con base en la estadística más reciente, de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), se estima que hay 2.5 millones de jornaleros, de los cuales cerca de 700 mil son migrantes, sin contar a los miembros de la familia que los acompañan, señala el programa de Jornaleros Agrícolas. Todos, pero en particular los migrantes, enfrentan precariedad del empleo, en el tránsito migratorio y en sus condiciones de vida. Se trata de un grupo social vulnerable, y si son indígenas, esta situación se acrecienta y genera una exclusión social.

Los jornaleros agrícolas provenientes de las regiones más atrasadas del país, muchos de ellos indígenas, frecuentemente se ven obligados a migrar a las regiones de agricultura de exportación, además de los que migran a las ciudades o a Estados Unidos por la falta de oportunidades de trabajo en su lugar de origen.

Entre los migrantes, además de la presencia de indígenas, muchos son jóvenes, madres solteras y niños que acompañan a sus padres en la migración. Una proporción alta carece de instrucción. Mientras a nivel nacional 5.6 por ciento de los hombres y 8.1 de las mujeres son analfabetas, entre los jornaleros las cifras son superiores, 18 y 20 por ciento, respectivamente.

Lo más evidente y documentado sobre la vulnerabilidad de estos trabajadores es la jornada irregular de labores. Cuando el pago es por jornal, aunque en principio estén reguladas ocho horas, las empresas establecen mecanismos para que los jornaleros llenen una cierta cantidad de cubetas, 35 en promedio de 20 kilos de jitomate cada una, o recorran un número determinado de surcos. Si no los cubren, no les pagan el jornal.

Trabajan sin prestaciones, sin jornada de trabajo fija, sin contrato de trabajo, sin continuidad en la contratación, y si son migrantes enganchados, la mayoría de los albergues a los que llegan son insalubres y faltos de servicios básicos.

Según el Programa de Jornaleros Agrícolas, el 14 por ciento de los jornaleros trabajan los siete días a la semana sin ningún complemento al salario.

Tanto por el uso de agroquímicos como por las condiciones en que laboran (inclemencias del sol, campos anegados, uso de herramientas, presencia de alacranes y demás animales ponzoñosos), los riesgos son frecuentes y algunos no se atienden como riesgos del trabajo, además de que los jornaleros están al margen de la seguridad social (del Instituto Mexicano de Seguridad Social, IMSS) y el seguro popular no está generalizado entre ellos.

Desde su creación, el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas (PAJA) identificó los problemas que significaba la presencia de las tiendas dentro de los campamentos, los precios más caros y un sistema de fiado donde todos los miembros de la familia pueden pedir. En el pasado reciente, a finales de los 90s, buena parte del ingreso de las familias jornaleras se iba en pagar el gasto de la tienda; en la actualidad no es poco frecuente que el salario de la semana no alcance para pagar la tienda, considerando que el tamaño medio de la familia migrante es de 4.9 miembros. Entre ellos hay muchos niños, van a la tienda y consumen productos, generalmente chatarra; el tendero sólo se los apunta y al final la familia paga mil 500 pesos o más a la semana. Si por cada persona que trabaja hay 3.62 personas que no trabajan, entonces la carga del gasto sin control excede los ingresos de la familia. Y si intentan irse sin pagar son regresados, diríase que en calidad de esclavos, sin encontrar respuesta.

Otro problema que enfrentan los jornaleros que migran al noroeste del país es el aumento del desempleo. La crisis económica, que ha contraído la actividad productiva y reduce las oportunidades de empleo, aunada a la persistencia del retiro del Estado benefactor, han provocado un aumento de las migraciones, entre ellas la rural-rural, de las regiones de expulsión a las regiones de atracción, alterando la relación oferta-demanda de mano de obra jornalera en las regiones de agricultura de exportación como Sinaloa y Baja California. Más de 20 por ciento de los jornaleros migrantes llegó a las regiones de atracción en los dos años recientes.

Los migrantes asentados enfrentan desempleo (de alrededor del diez por ciento), pues son desplazados por los jornaleros enganchados. Además de que 9.3 por ciento de los asentados trabaja de uno a tres días, casi 20 por ciento con problemas de empleo, y no encuentran muchas alternativas, ni el programa de Oportunidades.

Un problema ya muy añejo es la instrumentación de la seguridad social y el derecho a la jubilación de los jornaleros. Una minoría de los asalariados trabaja todo el año, la mayoría lo hace por períodos específicos; la capacidad de movilidad geográfica del jornalero le permite reducir sus períodos de ocio: cuando se acaba la cosecha en una región, se regresa a su casa o se va a otra región donde sabe que hay trabajo. Según una encuesta levantada por el PAJA en 2003-04, en 23 regiones agrícolas del país, el 47.7 por ciento de los jornaleros migrantes trabajaban todo el año como jornaleros y el resto combinaba el ser jornalero con otras actividades; sin embargo, este dato no registra días trabajados ni jornada. El 89 por ciento de los jornaleros consideró su trabajo como eventual, trabajaban de cuatro a seis meses en una determinada región agrícola y luego se iban a otra o se regresaban a su pueblo.


FOTO: Rodrigo Cruz / Tlachinollan

La cuarta visitadora de Derechos Humanos señalaba: “La mayoría de los jornaleros agrícolas carecen de seguridad en el empleo y se encuentran expuestos a las vicisitudes del trabajo eventual y al desempleo; su permanencia en el trabajo depende del tipo de cultivo, de las fluctuaciones del mercado laboral, así como de la modalidad que asume el salario (tarea, destajo o por jornada). De esta manera, la duración continua del empleo jornalero es, en promedio, de 160 días al año aproximadamente, en el mejor de los casos; esto ocasiona que los jornaleros cambien constantemente de región agrícola y de patrones para poder laborar otros días durante el resto del año”.

Ya en el mercado de trabajo, el jornalero labora todos los días, de lunes a sábado y en la época pico los siete días de la semana en jornadas que oscilan entre nueve y 14 o 15 horas. Mientras en el empleo formal, la jornada de trabajo supone entre 40 y 48 horas a la semana, entre los jornaleros, la media semanal para los hombres es de 57.2 horas y para las mujeres de 65.4 horas. Sin embargo, por las formas de medir las cotizaciones, los jornaleros no pueden acceder a la seguridad social, aun bajo el supuesto de que se generalizara el seguro social entre los trabajadores no formales.

La ley del Seguro Social señala que cuando se trabaja con un patrón, el asalariado deberá cotizar durante mil 250 semanas o tener 65 años. Lo anterior supone una jornada normal de lunes a sábado con el domingo de descanso y una duración de ocho horas.

En el caso de los jornaleros, considerando que cuando trabajan lo hacen en promedio los siete días de la semana y 12 horas al día, si trabajan 160 días, ello supone trabajar mil 920 horas en un año, o sea 23 semanas aproximadamente casi seis meses. Mientras, un trabajador en el mercado formal trabaja dos mil 496 horas al año, implicando aquí las vacaciones pagadas, lo que significa que el jornalero que trabaja seis meses apenas cubre 576 horas menos que el trabajador del empleo formal.

Si una proporción importante trabaja de forma intermitente diez meses del año, entonces seguramente cubre los requisitos para ser beneficiado con la seguridad social. El 19 por ciento de los jornaleros tiene más de 20 años migrando y el ocho por ciento más de 30 años; algunos tienen más de 44 años trabajando como jornaleros y no cuentan con ningún registro de que trabajaron con diferentes patrones.

Así, reducir las desventajas que sufren los jornaleros implicaría que la política social considere los mecanismos de financiamiento para el abasto en las regiones de atracción, ampliar la cobertura de apoyo al empleo temporal, acabar con las tiendas de raya y modificar los criterios de acceso a la seguridad social y la jubilación que permita a los jornaleros acceder a éstas.

La temporalidad de la ocupación restringe la posibilidad de organizarse aunque hay avances. Así, se genera un círculo vicioso de la pobreza al que contribuye la ausencia de políticas correctivas de respeto a sus derechos como trabajadores y al reducido gasto social dirigido a los jornaleros.


FOTO: Rodrigo Cruz / Tlachinollan

Los niños de las familias migrantes

Luz María Chombo Tovar

Jovita es una adolescente que cada día recorre las viviendas del campo agrícola donde vive temporalmente con su familia, les pide a los padres que traigan los documentos de sus hijos para que puedan inscribirlos y estudiar en las escuelas “que sí enseñan”. Ella lamenta haber perdido dos años, porque los maestros únicamente la ponían a jugar y hacer dibujos. De grande quiere ser licenciada.

Así como Jovita, las expectativas de vida de muchos niños, hijos de los trabajadores eventuales del campo que migran al Valle Agrícola del Río Culiacán, han cambiado. Antes querían ser jornaleros, apuntadores, jefes de lote o mayordomos. Ahora quieren ser ingenieros, médicos, maestros y hasta astronautas.

En los años 90s, el escenario en los surcos de los campos de Sinaloa era dramático: niños trabajando, bebés en cajas de plástico y en rebozos como hamacas sostenidos de los estacones, niños jugando entre las batangas, avionetas aplicando agroquímicos y los niños dormidos entre los cultivos, niños llorando de hambre atrás de sus padres, quienes angustiados cumplían con sus labores.

Durante diez años, los productores de Sinaloa e instituciones de gobierno –Sistema DIF estatal y Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol)– realizaron esfuerzos importantes para retirar a los niños de los lotes de cultivo.

Pero fue apenas en año 2007 cuando los empresarios hortícolas, convocados por la Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa (CAADES), firmaron un Pacto Económico para la Erradicación de la Mano de Obra Infantil en la Agricultura en la entidad. Pacto que fue ratificado ante la Sedesol, que instituye el Programa Monarca como política compensatoria para las familias que envían a sus hijos a la educación primaria.

Desincorporar a los niños del trabajo es una acción relativamente sencilla, sólo se requiere que las empresas establezcan la política de NO contratación de mano de obra infantil, y que al internamente los responsables del área de producción se comprometan y colaboren para hacer efectivo el retiro de los niños que trabajan, los que juegan o ayudan a sus padres en los surcos.

Que los niños no trabajen tiene un impacto directo en la economía de las familias de los trabajadores migrantes: anteriormente laboraban en promedio cuatro personas por familia y ahora es de 2.6. Los ingresos de los menores representaban el ahorro para la subsistencia en lugares de origen. Ahora el ingreso familiar promedio anual es menor y mayor la pérdida de poder adquisitivo en nuestro país.

Los trabajadores que migran a Sinaloa para emplearse provienen de comunidades con altos niveles de marginación y pobreza, principalmente de los estados de Guerrero, Veracruz, Oaxaca, Hidalgo, San Luís Potosí y Puebla.

Cuando las empresas hortícolas incorporaron la política de NO contratación de mano de obra infantil en toda la cadena de producción, hubo quienes establecieron como edad mínima de contratación 14 años, conforme lo establece la Ley Federal del Trabajo, pero otras empresas decidieron que la contratación la harían a partir de los 16 años.

Las familias migrantes que provienen de comunidades indígenas fueron las que más se opusieron y presionaron para que sus hijos fueran empleados, pero poco a poco las posibilidades se fueron reduciendo. Los empresarios se mantuvieron firmes y fueron cerrando filas para lograr que ningún niño estuviera en los cultivos. Las familias se movían de campo a campo, de valle a valle. Movilidad que impactó directamente en el incremento de costos de producción.

Retirar a los niños de los surcos también incrementó la demanda de servicios de guarderías y educativos en los albergues de los campos. Fue necesario que las guarderías ampliaran su cobertura para atender a los hijos de los trabajadores de hasta 13 años. La infraestructura de servicios asistenciales resultó insuficiente.

Ahora los productores, además de las inversiones que requieren hacer en tecnología de agricultura protegida para hacerle frente a los cambios climáticos y la escasez de agua, incorporan a la estructura de sus empresas un equipo de trabajo para desarrollar una serie de acciones para la protección de los infantes en los ámbitos de salud, educación, nutrición, deporte y recreación.

Pero también hay cambios en las formas de migración: de una migración familiar, a una migración de hombres y mujeres solos.

Como los ingresos resultan insuficientes para la subsistencia de todo el año, entonces los trabajadores en lugar de regresar a sus pueblos continúan la migración a Sonora, Baja California o Chihuahua. Se incrementa la migración “golondrina”, y con ella, el desarraigo y el abandono de las familias en los pueblos de origen.

Hay padres que se organizan y deciden que los niños de primaria no migren para que se queden en sus pueblos y tengan acceso a los apoyos del programa Oportunidades. En el mejor de los casos, dejan a los niños con los abuelos y los padres migran con los hijos más pequeños.

Ello, con el riesgo de que los niños ante la incertidumbre decidan emprender el viaje en busca de sus padres o de una mejor vida, y formen parte de la estadística del Instituto Nacional de Migración de menores deportados, que en el 2011 ascendieron a 11 mil 520 niños mexicanos repatriados por las autoridades estadounidenses, de acuerdo con datos oficiales de dicho Instituto.

A partir de la desincorporación de la mano de obra infantil, las estadísticas en Sinaloa también se mueven: en el 2006, el 44.5 por ciento de la población total en albergues de población migrante, eran niños de cero a 13 años; para el 2011, únicamente 30 por ciento están en ese rango de edad.

Que los adultos arriben solos a los campos de cultivo es cada vez más común, como también lo es que los varones migren con sus hijos e hijas mayores de 14 años. Y que las hijas inicien asistiendo a los padres y hermanos y que terminen en relaciones de incesto.

La Asociación de Agricultores del Río Culiacán (AARC) emprendió una serie de acciones para apoyar a los productores agremiados para hacerle frente a las necesidades gestadas por la eliminación del trabajo infantil, entre las que destaca la integración de los niños a las escuelas primarias regulares ubicadas en las comunidades aledañas a los campos agrícolas.

Ahora sabemos que no se requiere de estigmatizar a los niños migrantes, tratarlos como ciudadanos de segunda y hacer “boletas únicas”. Los hijos de las familias migrantes pueden insertarse en el sistema educativo regular, a pesar de la movilidad de sus padres.

Estamos haciendo del derecho a la educación una realidad para los niños migrantes. Niños que están destacando en la prueba Enlace, en las Olimpiadas deñ Conocimiento, o como el niño Carlos Alberto Díaz Cuahutenango (originario de Chilapa Guerrero), quien fue elegido como diputado infantil para representar a los niños del Distrito XV, perteneciente al municipio de Navolato, para levantar su voz ante la Cámara de Diputados y referirse a la situación de maltrato y discriminación de que son objeto los niños en el entorno escolar, y de manera particular los niños migrantes.

La situación de vulnerabilidad de las familias migrantes requiere que el gobierno voltee a las comunidades de origen y diseñe una política social que genere beneficios de desarrollo nacional. Que se haga algo más que dispersar dinero, que ayuda pero no transforma.