Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de marzo de 2012 Num: 888

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Atelier Bramsen,
museo vivo

Vilma Fuentes

Tomóchic o la victoria
de la realidad

Ignacio Padilla

¡Qué darían por se
tan sólo un árbol!

José Pascual Buxó

El abecedario Mafalda
Ricardo Bada

Casi medio siglo
de Mafalda

Antonio Soria

Pistorius y el sprint vital
Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

La familia de Godofredo Olivares

Todos tenemos un álbum de familia o varios, guardados en algún ropero o en un cajón especial. Perdido o atesorado, el álbum de familia ve la luz en momentos especiales, durante una Navidad por ejemplo, cuando los hijos o los nietos demuestran curiosidad por conocer las historias que circulan en su sangre. Aparece así, entre risas, la foto de la abuela vestida de china poblana, o aquella que le tomaron a un tío en el Ajusco donde parece estar parado en una mano gigantesca. Foto tras foto, cada imagen es como una especie de portada o acertijo del que brotan, ante un público asombrado en una tarde de lluvia, toda clase de historias y dudas morbosas: ¿de verdad el abuelo tenía otra novia?, ¿y de veras la tía Ricarda era un señor? Y en realidad son pocas las historias que no sufren cambios paulatinos e incluso radicales a lo largo del tiempo, según qué miembro de la familia explica la foto, pues todos tienen su versión personalísima y distinta de ciertos hechos. Además, la memoria es frágil y tramposa: arregla las cosas para redondear el cuento y, si es necesario, se aleja de las verdades aburridas para darles un colorcillo inusitado. En realidad, si lo pensamos bien, todos los álbumes de familia son libros de cuentos, muchas veces de cuentos distintos cada vez que se los contempla.

Esta es la premisa del libro Re/cuentos familiares (Ficticia, 2012), de Godofredo Olivares, un álbum de retratos familiares abierto a la fabulación, quizá lejanamente inspirado en Marcel Shwob, y al mismo tiempo lo suficientemente entrañable como para suscitar equívocos y jugar con nuestra suspicacia: ese tío Felisberto, por ejemplo, pianista de cine, ¿no se parece al gran Felisberto Hernández, el autor de Las hortensias? ¿Y aquel otro que fue el lado de sombra de Juan Rulfo que aunque no escribió escuchó también los susurros? Y aquella tía que aparece en la escalerilla del avión de British Airways en el que llegan Los Beatles, ¿es adoptiva? Porque está claro que no sólo uno escoge qué historias quiere contar cuando le toca ser el intérprete del árbol familiar, sino que, en cierto modo, uno puede también escoger a su familia, y en eso se aprecia el gusto de  , pariente de excéntricos entrañables, mujeres hechiceras o solteronas, grandes maniáticos, escritores o personajes deseados de fotografías.

Hilos fantásticos se entreveran en lo que se asemejaría a la remembranza costumbrista de unos parientes: así, la abuela Ifigenia desaparece entre las nubes; entre el humo del tabaco de unos parientes galos se conoce la inquietante tradición de que al nacer un niño de la familia se planta un árbol con cuya madera se construirá el ataúd que lo resguarde cuando muera. Su hermano, por otra parte, pierde el pelo de todo el cuerpo a causa de la química maligna de una novia despechada. En esta especie de selección exquisita y juguetona de parientes se amarran de manera sorpresiva hechos de la vida real, como las fotos de desnudos multitudinarios de Spencer Tunick, o historias lánguidas, como la del abuelo Bernardino que viaja distancias larguísimas para arrepentirse e ir de regreso; el viaje es en realidad el trayecto, pero el pobre nieto que lo acompaña no lo puede ver así.

En estos Re/cuentos familiares no hay tragedias; algunos misterios se tratan con gozosa curiosidad y otros quedan para el lector: ¿quién es, por ejemplo, la abuela Carmen, tan citada a la hora de aclarar quién era Ifigenia la nubosa, o Ángel el que era igualito a Cary Grant y Próspero el acumulador de libros? Varios de ellos usan a la muerte de utilería: además del cuento de los árboles, tenemos un tío abuelo que dedica su vida al obituario y que se llama Ramón, en homenaje a Gómez de la Serna, otra tía que pule y da esplendor a su propio catafalco a lo largo de su vida. Su comadre Miranda, cuenta, fue capaz de quedarse encerrada en un ataúd y eso que sufría de claustrofobia, sólo para comprarlo a precio de ganga.

En este libro la muerte es una grieta para fantasear, al igual que los viajes, los libros, los devoradores ojos de tigre de la madrina, los dientes del tío Ángel, igualito a Cary Grant, la tacañería o el amor que provoca desdichas o despierta anónimas grandezas. Leyéndolo me doy cuenta de que los álbumes de fotos son como el libro de cuentos que uno de los tíos reales o imaginarios de este narrador que vive en Guadalajara lee a sus sobrinos, un gran libro que en realidad contiene páginas vacías para que uno las invente.