Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de marzo de 2012 Num: 887

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Con qué cara
Yorgos Yeralis

Julio Torri: la sutil elegancia de la brevedad
Enrique Héctor González

Ladridos en la Torre
de Babel

Agustín Escobar Ledesma

Karel Svenk, esteticismo
y esperanza

Irena Chytrá

Las huellas de la memoria
Miguel Ángel Muñoz entrevista con Antoni Tàpies

París d’Antoni Tàpies
Pere Gimferrer

Egon Schiele y las expresiones del cuerpo
Anitzel Díaz

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
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Karel Svenk, esteticismo y esperanza


Ciclista en Terezín. Foto: therippleproject.com

Irena Chytrá

El 24 de noviembre de 1941 arriba al ghetto de Terezín, situado a escasos 60 kilómetros al noroeste de Praga, Karel Svenk, un joven risueño y desenfadado, de ojos perspicaces, cejas pobladas y cabellera exuberante. Compositor, pianista, escenógrafo, dramaturgo, actor y cantante. Simpatizante de la izquierda. Judío praguense, cuyo apellido, aunque de origen germano, se escribe en checo, haciendo gala de la diacrítica que distingue a esta lengua eslava, con la cual Svenk cobija su escritura en todas las temporalidades de su vida, incluso durante la ocupación nazi, cuando además descubre que el checo es impenetrable y hermético para el invasor y, a su vez, idóneo para desplegar sus audaces malabarismos de ironías, sarcasmos y alegorías que constituyen la esencia de su inconfundible estilo de escritura, y de los cuales se serviría para edificar su obra concluyente. Svenk, sin lugar a dudas, surgió de la tradición de la literatura antibélica y humanista de los hermanos Karel y Josef Capek, de los cabarets avant-gard del Teatro Liberado de Praga. En el personaje de Svenk tiene lugar una peculiar simbiosis del don literario con el histriónico, la lucidez con el sentido de humor, siempre oscuro, corrosivo y excéntrico, que no pudo haberse originado sino en el contexto centroeuropeo, a partir de la amalgamación centenaria de tres culturas –la checa, la alemana y la cultura yiddish– dejando un legado de mestizajes y configuraciones existenciales singulares.

Así, este experimentado autor de obras de cabaret se integra con un gran entusiasmo al entorno cultural del ghetto de Terezín y se apropia creativamente de este lúgubre escenario para sembrar la esperanza entre quienes lo habitan. En los cabarets de Svenk, un guiño furtivo se desborda en la risa rabelesiana y se niega a ser tabú; por el contrario, es ella la que humaniza y dignifica la experiencia límite de quienes se empeñaron en (sobre)vivir creando por y para la vida; no situarse en medio de una tragedia, en el tono griego, ni privarse de lo dionisiaco, actuando contra el cansancio de los trabajos forzados, contra el cansancio de la muerte que deambulaba sin cesar por el ghetto. Desde la inagotable vitalidad de Karel Svenk brotó el cabaret Viva la vida (1943), del cual se conservó en la memoria de los sobrevivientes un fragmento, conocido como el “Himno de Terezín”, cuyos versos: “Mañana comenzará la vida y se acercará la hora de hacer maletas y regresar a casa. Todo marcha si se quiere, nos tomaremos de las manos y en las ruinas del ghetto nos reiremos”, coreaban a diario por el ghetto, ahuyentando el letargo y la pesadumbre, con el mismo entusiasmo que La novia vendida, de Smetana, Las bodas de Fígaro y La flauta mágica, de Mozart, y el Réquiem, de Verdi.

Desde la primavera de 1943 –en vista de la inspección del Comité Internacional de la Cruz Roja que se realizaría el día 23 de junio de 1944– inició el “embellecimiento” del ghetto de Terezín. Se suspendieron los transportes, se abrieron una “cafetería”, un banco, una sinagoga, una escuela, un jardín de niños y tiendas y salas de concierto; se suministraron instrumentos musicales y se ejecutaron obras de compositores judíos –Mendelssohn-Bartholdy, Mahler y Schönberg–, vedadas en el Tercer Reich como “arte degenerado” (Entartete Kunst). Kurt Gerron –cineasta y actor con trayectoria sólida en Alemania– filmó in situ la película propagandística El Führer regaló la ciudad a los judíos. Al término de la inspección de la Cruz Roja, sus integrantes elogiaron las virtudes de la “comuna utópica” del ghetto. En el otoño de 1944 se reanudaron los transportes a Auschwitz, esta vez en forma masiva, y con ellos se produjo un declive irreversible en la vida cultural de Terezín, absorbiendo casi la totalidad de los creadores de Terezín (músicos, cantantes, coreógrafos, artistas plásticos, literatos, etcétera).


Entrada al ghetto de Terezín

En el seno de la adversidad surgieron dos indisimuladas alegorías del nazismo y del mismo Hitler, ambas predestinadas a ser censuradas y prohibidas: El emperador de la Atlántida o La muerte abdica (1943), una ópera del compositor Viktor Ullmann sobre el libreto del poeta y pintor Peter Kien; y el cabaret de Karel Svenk titulado El último ciclista o Borivoj y Mánicka: una poderosa metáfora del gran theatrum mundi del Tercer Reich. Epopeya costumbrista del surgimiento, auge y eclipse del dictador y su imperio.

Pese a los arduos ensayos, el Consejo de ancianos –también encargado de la elaboración de listas para los transportes al este– desaprueba presentaciones públicas, y El último ciclista se queda confinado a subsistir en espacios clandestinos. Poco después, en septiembre de 1944, Svenk abandona Terezín en uno de los transportes rumbo a Auschwitz y con él desaparece el manuscrito de El último ciclista en la vorágine del ghetto. Sólo se resguardaron los extraordinarios bocetos elaborados para El último ciclista por el arquitecto Frantisek Zelenka, escenógrafo que acogió numerosas producciones en Terezín. Si El último ciclista no ha caído en el olvido se debe a la generosa intervención de Jana Sedová, actriz predilecta de Svenk y sobreviviente del Holocausto, que reconstruye el guión en su tono original en checo; éste es exportado al inglés por Naomi Patz y vertido al español en la espléndida traducción y adaptación de Isaac Slomianski.

Así, a la luz de dichos filtros interpretativos, El último ciclista atraviesa por una hermeneusis, aglutinándose en un corpus discursivo que consta de veintidós escenas. Fragmentado, intermitente y reiterativo a modo del sustrato fundamental, es la irrealidad de Terezín. Glosas, circunloquios e imágenes suspendidas sobre el yermo vacío, se ciñen a las convenciones emergentes y figuras retóricas del ghetto, aunque formalmente nacen de la estructura episódica que caracteriza la tradición del teatro alemán, atribuida a Georg Büchner y profesada por Gerhart Hauptmann, Bertolt Brecht, Max Frisch, Antonin Artaud; Orson Welles. Bajo el tamiz de hipérboles y alegorías, se invierte el orden moral y semántico y desaparece el discernimiento entre lo verosímil y lo inverosímil. La verdad es suplantada por una no-verdad.


Algunos niños del ghetto de Terezín

La figura del ciclista, a partir de su existencia a priori decorosa e inofensiva, constituye una metáfora audaz y edificante de la alteridad, una hipérbole por excelencia que desde su sobrecogedora transparencia, sencillez y hasta inocencia, enfatiza la visión del ascenso del Mal, concebida por Svenk con suma precisión, elocuencia y agudeza. Svenk logra sintetizar con escrutinio magistral la ambición de los dictadores: “Hay que deshacernos de toda la estirpe ciclista”; es decir, sofocarla, silenciarla, borrarla (en el sentido de Levinas) de la faz de la tierra; aniquilar la memoria de ese “grupúsculo de traidores que han traído la peste a esta tierra”, que no son sino “malvados, corrompidos e inmundos”. En primera instancia, se requiere arremeter contra el fundamento de su “existencia ciclista”: las llantas de sus endiabladas bicicletas deben ser desinfladas y sucesivamente todas las bicicletas destruidas. Los ciclistas deben portar en su ropa la letra “c” de ciclista. Se les prohíbe comer, beber, escribir, dormir, aparecer en lugares públicos: se les prohíbe existir. El obstinado escudriñamiento en las genealogías pretéritas –bajo el inequívoco tenor de los postulados de Núremberg, 1935 –evidencia la insólita arrogancia del imperio: “Tal vez tus abuelos (bisabuelos, tatarabuelos) anduvieron impúdicamente en bicicletas.”

Es sabido que los dictadores se obsesionan con consignas: “¡Exijo mi eslogan! ¡Muerte a los ciclistas! ¡Hay que cazarlos!”, demanda el Gran Dictador. ¿Acaso todos somos ciclistas, propensos a ser desterrados de nuestro bienestar por un Mal triunfante? ¿A quién culpar si los ciclistas ya están arrestados? ¡A los que portan paraguas, lentes, sombreros! ¡A la Luna! El absurdo transgrede su propio clímax, brota de un desfigurado mito del eterno retorno. El Mal, desde su vulnerable fragilidad, nunca se lamenta o arrepiente. Absoluto, grotesco, pero galopante, se vuelve semánticamente inaprehensible, banal (Arendt), y el mundo inhabitable: un manicomio, el señorío tenebroso del sublime dictador, siniestro matriarca de la estirpe de tiranos y advenedizos, un kitsch fantasmagórico elucubrado por el totalitarismo nazi. Transmutación alquímica en un Golem hereje, errante, profanador de la palabra sagrada, que arrasa con todo al perseguir el elixir de la Muerte. La incertidumbre imperante en el ghetto encierra una comedia humana que se despliega entre el infierno dantesco y los paraísos inasibles, una concatenación de mistificaciones, idilios y utopías: Ciclistina, tierra prometida de los ciclistas, que los exime de la Isla de Horror. Pero los caminos “encantadores” a Ciclistina y a la Isla de Horror confluyen en el mismo lugar, en los campos de extermino en el este; ahí “nos van a desaparecer, vivos nos meterán a hornos, nos convertirán en humo”. Terezín, ciudad judía ejemplar, ciudad-“balneario“, con sus matices y nichos colaterales, no es sino una antesala en esta travesía.

Dentro de los cánones del “teatro de la crueldad” (Artaud), el escenario está siendo usurpado por los lunáticos: seres subterráneos, camaleónicos que transitan febrilmente entre identidades eclécticas generadas por el imperio y sus ghettos. Criaturas abortadas por la inmediatez y precariedad, seres desposeídos del razonamiento (sumashedshyi), amenazantes y demoníacos: los biessi de Dostoievsky. Más antropomorfos que humanos, espectrales y obscuros. Encorvados, apenas se arrastran por la tierra apisonada y pedregosa. Sumidos en un delirio carnavalesco de cacerías, saturan ad nauseam con sus parlamentos atrofiados. Se mimetizan entre sí y se propagan como la peste (Karel Capek, La guerra de las salamandras, 1936; La enfermedad blanca, 1937). Omnipresentes e imprevisibles, husmean con estridencia por doquier. Habitan en desvanes y sótanos lúgubres, sombríos, irrespirables, los mismos que percibió Walter Benjamin en la obra de Kafka para conceptuarlos en una fenomenología peculiar de techos opresivos suspendidos sobre las existencias disminuidas e inconclusas.


Elenco de Brundibar, ópera infantil en Terezín

Svenk retrata una pléyade de personajes inherentes al “inventario” del Protectorado. Nos sumerge en un manifiesto personal y epitafio, cuyo autor se va transformando en el último ciclista para dirigirse hacia su propio fin, la autoinmolación. En la ficción visionaria de Svenk se anticipa la caída del Mal, que en el curso del tiempo real se tomó varios meses para consumarse cabalmente. Svenk ya no fue testigo de esos sucesos jubilosos.

A lo largo de su luminosa presencia en Terezín, Svenk no teme descender al Reino de las Tinieblas, desafía el perpetuo castigo que padece, cual Sísifo, héroe del absurdo definitivo. Goza de la libertad durante un breve instante, cuando ha empujado la roca hasta la cima, se detiene ahí y desde su ceguera palpa el verdor embriagante de los paisajes circundantes, cuando aún no tiene que comenzar de nuevo desde abajo. La alegría que Svenk infundía en los habitantes del ghetto se disipó abruptamente al separarse él de la “montaña” llamada Terezín, una Torre de Babel habitada por seres babélicos, hacinados, disminuidos en su humanidad, pero enaltecidos por el arte.

Esta turbadora historia escapa a los cánones de una clásica contienda entre el Bien y el Mal: los ciclistas versus el Gran Dictador con los lunáticos. No existe un desenlace feliz para la gran mayoría de los prisioneros de Terezín, ni para Svenk. Habiendo entregado todo de sí, se nubló su ser y Karel Svenk sucumbió desnutrido y exhausto a los trabajos forzados en Meuselwitz, cerca de Leipzig. Ahí se extinguió prematuramente su vida, un día de la primera semana de abril de 1945, a sus escasos treinta y ocho años.

El carnaval de los lunáticos desdichadamente continúa sobre el gran theatrum mundi; se eterniza…