Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de febrero de 2012 Num: 886

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El temple narrativo
y los perros

José María Espinasa

Tocar la tierra
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Gustavo Pérez

Por ti yo vivo soñando
Alessandra Galimberti

De la escritura como ausentamiento
Julio Prieto

Textos selectos (antología)
Macedonio Fernández

Un precursor de genios
Esther Andradi

Una alquimista
de la palabra

Adriana Cortes Koloffon entrevista con Amparo Dávila

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Juan Domingo Argüelles

Última de arte, poesía y pelos

En Las flores del mal hay pelo pero no pelos; cabello, pero no vello. Escribe Baudelaire:  “¡Oh melena, con rizos que llegan hasta el hombro!/ ¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de indolencia!/ ¡Suspensión! Esta noche, para poblar la alcoba/ con recuerdos dormidos en esa cabellera,/ quiero agitarla al viento cual si fuera un pañuelo.”

Incluso en sus poemas prohibidos, cuando Baudelaire describe con minuciosa parsimonia el cuerpo femenino, no se detiene casi en el pubis. Si acaso una mención:  “Y sus brazos y piernas, sus muslos y caderas,/ lisos como el aceite, como un cisne ondulantes,/ pasaban por mis ojos sagaces y serenos;/ y su vientre y sus pechos, racimos de mi viña,/ avanzaban, más dulces que Ángeles del mal.” Lo que Baudelaire describe con más pasión son los ojos, la boca y los senos, como en “Lesbos”,  “Mujeres condenadas” y “La metamorfosis del vampiro”.

En cambio, Paul Verlaine, en sus Obras prohibidas: amigas, mujeres, hombres (hay una edición ilustrada, en gran formato, publicada en Madrid, en 1999, por Agualarga Editores), ofrece pelos y señales. Escribe, por ejemplo: “Deja vagar mis dedos en el musgo/ donde el botón de rosa brilla./ Déjame, entre la hierba clara,/ beber las gotas de rocío.” En otro poema, compara al sexo femenino con “un voluptuoso cofre de felpa”.

En la poesía mexicana, Efraín Huerta habla de pelos en “Barbas para desatar la lujuria”:  “Sabed que un día bajo techo en lo negro y hostil/ una paloma con cara y nalgas de Cecilia/ se recostó hecha cristal auroras pelos/ gozó durmió bañóse durmió gozó/ cosa lógica golosa axila empedernida/ fruta soez espesa miel durazno/ brutal con dormidas toallas sábanas martirio/ luminosa fornicación mieles arriba mieles abajo.”

Es archisabido que no es lo mismo pelo que pelos. Incluso los de las axilas (pelos sin más, como los de las ingles) han merecido censura y ocultamiento a lo largo de los siglos.

En el diálogo que mantenemos Carlos Pellicer López y yo, sobre asuntos pilosos, el pintor y escritor me dice:  “Creo que nos sobran razones para reflexionar sobre los pelos y sus representaciones o censuras. Desde luego que el vello púbico se oculta –y todo lo demás– cuando se representa una imagen religiosa en nuestras regiones judeo-islamistas-cristianas. ¿Pero por qué también se depilan las axilas de Cristo? ¿Será porque la concavidad de la axila recuerda a la otra que nuestro admirado Courbet supo lucir con sus mejores pelos? Ahora me viene un recuerdo de secundaria. Tenía un amigo que me contaba que antes de saber detalles precisos (preciosos) del sexo femenino, creía que se localizaba precisamente en las axilas... ¿Por qué esa moda, ya generalizada por estas latitudes, de depilar las axilas de las mujeres? El tema da para largas y sabrosas pláticas... ¡y que se lo pregunten a Courbet!”

Recordemos que uno de los alegatos que recoge Eve Ensler en los Monólogos de la vagina se dirige, precisamente, contra el depilado pubiano. Uno de los monólogos es sobre el vello. Leemos: “No puedes amar una vagina si no amas el vello. Mucha gente no ama el vello. Mi primer y único marido odiaba el vello. Decía que era una sucia maraña. Me hizo afeitar la vagina. Se veía hinchada y desprotegida.” La conclusión en este testimonio no puede ser más poética. Dice la mujer de la vagina afeitada:  “Comprendí que tenemos vello ahí por una razón... es como la hoja alrededor de la flor, como el césped que rodea la casa.”

En su libro ya canónico Cunnus: Represión e insumisiones del sexo femenino (1996), Alberto Hernando dedica uno de los primeros capítulos a “El vellocino púbico”. Advierte que el vello siempre ha tenido connotaciones lúbricas. ¿Por qué?, se pregunta. Y nos responde: porque los pelos denotan nuestra ancestral animalidad y, con ella, el acecho de nuestros instintos más primarios. Es amplio y antiguo el imaginario que suscita el vello que cubre las partes erógenas. El vello pubiano femenino es obvio que contribuye a reforzar el arcano. Es más que un fetiche: es una sacralidad erótica. Hay que leer a Bataille y a Pierre Louÿs.

Hernando concluye con lo que ya hemos dicho aquí:  “En la actualidad la tendencia estética respecto al vello púbico se ha modificado. Prueba de ello es que en la mayoría de revistas eróticas, las mujeres aparecen con sus coños afeitados.” Y añade:  “La mujer abandonándose a la operación de afeitado de su vello púbico tiene algo de víctima sacrificial.” Esto es, exactamente, lo que concluye, en los Monólogos de la vagina, la mujer afeitada. Ni más ni menos.