fotos: JESÚS VILLASECA

El Estado mexicano
no reconoce los derechos
de los pueblos indios

Ramón Vera Herrera

Sí. Con toda la contundencia de la frase, en México no están reconocidos los derechos de los pueblos indios. Habrá quien diga que en el artículo 2 constitucional se reconoce su derecho a la autonomía y a la libre determinación. Pero leyendo con cuidado y detalle toda la redacción de sus diferentes párrafos, el reconocimiento no pasa de considerar a las comunidades indígenas como entidades de interés público.

Esto significa que a los pueblos indígenas no se les reconoce como sujetos [de derecho público] sino como objetos [de interés público]. Por eso se colocó todo lo que podría decirse de ellos en el artículo destinado al “desarrollo regional, la escolaridad, la salud, sus normas tradicionales”, qué bonito. El gatopardismo del Estado mexicano logró redactar (en la antirreforma indígena de 2001) un artículo 2 que parece reconocer algo, estableciendo los detallados candados que lo vacían de contenido y eficacia.

Con desprecio infinito el Estado mexicano le apostó a las transnacionales, y se fue a fondo con las reformas estructurales, con el desmantelamiento jurídico —pavimentando el camino para culminar el despojo de los territorios indígenas y sus recursos naturales

Hoy, a 16 años de la firma de los Acuerdos de San Andrés, a 16 años de su incumplimiento, insistimos que no se trata de minucias de redacción sino de visiones contrapuestas. Si los derechos indígenas no se basan en las comunidades, ¿cómo hacer efectivos los derechos dizque reconocidos, si ni siquiera hay un reconocimiento lejano de la idea de territorio y el sujeto “pueblos indígenas” está tan desdibujado en todo ese artículo 2?

La iniciativa de ley de la Cocopa transcribía textual de los Acuerdos la figura jurídica de la comunidad como “entidad de derecho público” y proponía reformar el artículo 115 de la Constitución:

Las comunidades indígenas como entidades de derecho público y los municipios que reconozcan su pertenencia a un pueblo indígena tendrán la facultad para asociarse libremente a fin de coordinar sus acciones [...].

La figura de la comunidad como entidad de derecho público le permite a la comunidad tener un peso en sus decisiones y una protección legal concreta y caracterizada, y a partir de su ámbito darle efectividad al territorio y a la autonomía política, es decir al autogobierno, algo que sí contemplan los Acuerdos de San Andrés en sus “Propuestas conjuntas”, (Documento 2), inciso 5:

Se propone al Congreso de la Unión y a las Legislaturas de los estados de la República reconocer y establecer las características de libre determinación y los niveles y modalidades de autonomía, tomando en cuenta que ésta implica:

a) Territorio. Todo pueblo indígena se asienta en un territorio que cubre la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas ocupan o utilizan de alguna manera. El territorio es la base material de su reproducción como pueblo y expresa la unidad indisoluble hombre-tierra-naturaleza.

Los Acuerdos le dan fuerza a la autonomía en el marco jurídico mexicano al especificar su ámbito de aplicación, sus competencias, la coparticipación y corresponsabilidad de las comunidades en la planeación y ejecución de los proyectos de desarrollo, su participación en los órganos de representación políticos local y nacional “a fin de construir un nuevo federalismo”.

En fin.

El reconocimiento de los derechos colectivos y la cultura indígenas sigue pendiente. El gobierno y la clase política mexicana optaron por escamotearlo en una “reforma” que senadores de los tres partidos principales aprobaron por unanimidad y que fue ratificada con la mayoría de diputados priístas, panistas y perredistas para convertirla en un texto sin contenido y pleno de candados.

Al santificar una reforma que renegó de lo pactado en San Andrés, la clase política dio una señal clarísima de lo que seguiría. No es sólo grave haber negado el reconocimiento a los pueblos indígenas. Es igual de grave cerrar la ventanilla del Estado y promover que sólo el papel de víctima miserable es aceptable como participación política de las comunidades y pueblos indígenas. Porque la gente nunca aceptará el papel de víctima miserable.

A partir de 2001 los pueblos entendieron que su participación política, la construcción, elaboración y tejido de su imaginario político en México, no pasaba por el sistema político mexicano, ni por el Estado o el gobierno. Que sólo quedaba el camino de la resistencia. Si bien no todos los pueblos y comunidades han deslegitimado aún al gobierno, ya muchos lo hicieron.

Con desprecio infinito el Estado mexicano le apostó a las transnacionales, y se fue a fondo con las reformas estructurales, con el desmantelamiento jurídico —pavimentando el camino para culminar el despojo de los territorios indígenas y sus recursos naturales.

Hay quien dice que la reforma que los pueblos querían no se aprobó porque faltó la fuerza popular para tal reivindicación. Habemos otros que afirmamos que no se aprobó porque la fuerza convocada era tan enorme que de aprobarse habría iniciado un proceso imparable de transformaciones y reformas, de impugnaciones y frenos legales a un proyecto que suma, suma y suma devastaciones.

Sin esta tremenda traición de la clase política completita, y su acre desprecio a los pueblos, no es posible entender el escenario actual de la autonomía en los hechos que reivindican las comunidades (centralmente el EZLN y el Congreso Nacional Indígena), ni la resistencia generalizada contra las invasiones de las mineras, contra los megaproyectos (represas, trasvases de cuencas, ciudades rurales, basura en proporciones gigantescas), contra el robo del agua y el bosque, contra las llamadas “reservas de la biósfera”, los servicios ambientales, y contra la criminalización de la custodia y el intercambio libre de las semillas.

Hoy, para entender quiénes son los pueblos y comunidades indígenas (y su pertinencia), debemos reconocer que, como nadie, miran el panorama completo, reconstruyen sus ámbitos siempre que pueden y, aun en el aislamiento y en el abandono, están dispuestos a que la transformación sea para todo el país, y no sólo para ellos.