Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de febrero de 2012 Num: 883

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

El último mar
Nikos Karidis

Agustín Palacios, terapeuta
José Cueli

La censura en el
Río de la Plata

Alejandro Michelena

La cándida sonrisa
de José Bianco

Raúl Olvera Mijares

Mi mamá es un zombi
Germán Chávez

Italia y la caída de Berlusconi
Fabrizio Lorusso

Los cien años de
Josefina Vicens

Gerardo Bustamante Bermúdez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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La cándida sonrisa de José Bianco

Raúl Olvera Mijares

Crear uno mismo y reflexionar acerca de lo hecho por otros parecerían dos ocupaciones del espíritu esencialmente diversas e incluso irreconciliables entre sí: el hacer supone procacidad, liberación, cinismo; el juzgar, en cambio, encaja en un marco más bien rígido, de reglas establecidas, tolerancia acotada e imposición de ciertos valores. ¿Es posible juzgarse a sí mismo? ¿Puede uno, a sabiendas de que es culpable, exonerarse desde un inicio? ¿Cómo se puede estar y no estar? ¿Ser y no ser? Tal escisión del espíritu, ruptura de la mente, eso que en rigor significa la palabra esquizofrenia, no sólo es una característica del crítico-escritor, en particular, sino de cualquier creador o artista en general: la capacidad de ser actor y espectador al mismo tiempo, una suerte de espectador avezado, perceptivo, capaz de encaminar la acción hacia algún lugar y prever los resultados. Por tanto, apertrechándose de cierta liberalidad, puede admitirse que en el arte es factible ser juez y parte a la vez. Poeta y ensayista, en sentido amplio, creador y crítico, son dos direcciones del intelecto, dos modos de vida, dos modalidades de la existencia que pueden convivir en un ser singular, y la modernidad ofrece una serie de ejemplos notables que van desde Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Oscar Wilde, Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges, hasta Octavio Paz y Czesław Miłosz.

De hecho, pocos críticos de literatura han conocido la fortuna de José Bianco (1908-1986), quien desde las páginas de la revista Sur (1931-1992), a partir de 1935 como colaborador y de 1937 a 1961 como secretario de redacción, comentaría a través de una serie de reseñas de libros, artículos sobre autores, entrevistas y algunos ensayos memorables lo más granado del mundillo de las letras en su natal Argentina, así como en el resto del ámbito de la lengua española. Sus intereses culturales eran vastos y se extendían a las letras de Francia, Inglaterra y otras naciones de Europa. Intachable traductor y prologuista, halló incluso tiempo de ensayarse en el dominio de la narrativa. Su novela Las ratas (1943), si bien circuló poco en su primera edición, suscitó una reacción favorable por parte de sus colegas, críticos y escritores. En realidad Bianco, en extremo cuidadoso de las formas, tuvo el buen tino de no enemistarse seriamente con nadie, ya que supo alternar en sus artículos la frecuentación de autores sancionados, podría decirse clásicos, con ciertos autores contemporáneos suyos, a quienes siempre abordó con espíritu crítico pero también con una gran sonrisa en una actitud de solidaridad.

Lo que fue Sur en esos sesenta y un años de existencia es difícil precisarlo; baste recordar que ahí publicaron Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, María Rosa Oliver, Waldo Frank, Walter Gropius, Alfonso Reyes, y más tarde Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, aunque también Jean-Paul Sartre, Albert Camus, André Gide, Virginia Woolf, Graham Greene.

La educación de Bianco trascurrió en su país, primero en la escuela pública, más tarde con los jesuitas (de quienes quedan oscuros resabios en sus novelas), para coronar su formación en la Facultad de Derecho, de donde desertó faltándole únicamente cinco materias en 1927. Ya para 1932 había publicado su primer volumen de relatos, La pequeña Gyaros. En 1972 habrá de concluir su labor creadora con la publicación de su tercera y última novela, La pérdida del reino, en la cual la crítica ha visto una especie de roman à clef acerca de la alta sociedad porteña, hecho que el autor siempre desmentiría. Galardonado con diversos premios, becas y distinciones honoríficas, Bianco encarna la historia misma de su tiempo, por un lapso de veinticuatro años secretario de redacción de Sur, fiel lector y venerador de revistas como la Nouvelle Revue Française, Temps Modernes, The Criterion, Partisan Review, Revista de Occidente, Orígenes, Hora de España o las mexicanas El Hijo Pródigo, Cuadernos Americanos, Diálogos o Plural.

En su labor como crítico, José Bianco se adhería a un sano y tolerante eclecticismo; en ocasiones, era la anécdota vivida, a manera de crónica, la que animaba sus ágiles comentarios; otras veces, en cambio, observaba esquemas más formales y clásicos, con exordio, desarrollo y conclusión, como el lúcido análisis comparativo que emprendiera a propósito de dos escritores franceses de fuerte orientación autobiográfica, quienes no podían ser más contrastantes, Marcel Proust y Paul Léautaud, titulado El ángel de las tinieblas, donde contrapuntea la prédica y la práctica de dos hombres singulares, su vida y su obra: uno, pequeño burgués, exquisito y gazmoño a la luz pública aunque en privado de conducta licenciosa; otro, estrafalario, necesitado de recursos, todo un réprobo social, si bien transido de piedad hacia los seres menudos. Quién resulta más nefasto, si se ha de atender a sus biógrafos y a su conducta hacia los animales, es asunto que permanece abierto. Tema bastante peculiar que habría de valerle en 1973 recibir un premio otorgado por La Nación, el diario principal de su país, del cual él había sido colaborador. El ensayo está dedicado, por cierto, a Juan García Ponce, con quien sostendría una provechosa conferencia-diálogo ese mismo año en el marco de la Casa del Lago, por entonces bajo la dirección de Juan Vicente Melo. Serían innumerables las anécdotas y las cosas que pudieran destacarse acerca de José Bianco, quien supo alcanzar esa rara perfección en el escritor: la cualidad de encantar con su estilo, de ir fascinando poco a poco al lector, sin brusquedades, impaciencias ni anticipaciones superfluas, mediante un dominio de la técnica tan extremado, que justamente no se echa de ver. Detrás de la patente facilidad y espontáneo carácter de su estilo, sobre todo como ensayista, hay un trabajo inmenso y reiteradas reflexiones conscientes e inconscientes que a lo largo de su vida, cifrada y en sinopsis, quedó contenida a manera de legado y autorretrato en su aparentemente magra y modesta obra.