Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de enero de 2012 Num: 882

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El caballo de Turín: más allá del bien y el mal
Antonio Valle

Café y revolución
Montserrat Hawayek

Peña Nieto y el Golem
Eduardo Hurtado

La maldición de Babel: Pacheco, Borges, Reyes
y el Tuca Ferreti

José María Espinasa

Eros, Afrodita y el sentimiento amoroso
Xabier F. Coronado

EL SIGLO XIX, inicio
de la era mediática

Jaimeduardo García

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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The Beatles, un viaje personal (II DE IV)

Del llamado Cuarteto de Liverpool se puede decir lo que Debussy dijo de Beethoven:  “Es un lugar común hablar bien de The Beatles pero, también, hablar mal de ellos.” Los roqueros ácidos, frenéticos, disonantes, rupturistas y alternativos que anduvieron cerca de Cream, Doors, Rolling Stones, Traffic, Hendrix, Joplin, Who y, luego, de Nina Hagen, Lou Reed y anexas, consideran que The Beatles fueron “dulzones”, sin recordar que The Beatles, o algunos de sus integrantes, compartieron tocadas, grabaciones y francachelas con los de Cream y Rolling Stones, por lo menos, y recibieron y reciclaron herencias musicales que pasaron por blues, jazz y Elvis Presley, y abrieron el camino hacia lo que ahora parece “normalito”.

George Martin, el quinto beatle, ayudó a conducir los ímpetus experimentales de cuatro jóvenes que no sabían poner sus ideas musicales en una partitura, aunque fueran ricos y abundantes en ellas. La combinación fue exitosa, sumada a los trabajos del empresario Brian Epstein, quien murió prematuramente: un empresario con olfato más un músico de carrera más cuatro jóvenes hiperactivamente talentosos y carismáticos más un estudio de grabación dispuesto a satisfacer las peticiones del caso: el resultado se llamó The Beatles (palabra cuya traducción siempre ha oscilado entre “escarabajos” y “marcadores del ritmo”, aunque sospecho que la traducción exacta no interesa).

No puedo explicar por qué Mozart y Beethoven se hicieron famosos por encima de autores contemporáneos suyos, ni por qué Marilyn Monroe pegó su chicle más allá de la muy frondosa y siempre dispuesta al desnudo Jayne Mansfield, ni por qué The Beatles destacaron por encima del inmenso magma roquero del que formaban parte. La estructuración de la fama va más allá de los ímpetus mercadotécnicos (siempre perentorios y volátiles): más acá de las ocurrencias fílmicas y televisivas, no siempre afortunadas, The Beatles supieron hacer música, desde la que produjeron lo reconocido como “fenómeno beatle”.

No me refiero a la persistencia del programa radiofónico La hora de Los Beatles, que lleva siglos sin cuenta de transmitirse por la radio, sino al hecho de que muchos papás logran arrullar, dormir y llevar a sus hijos hacia el camino mágico producido por esos cuatro jóvenes fulgurantes. ¿Con esfuerzo? No lo creo. Por alguna razón que no discierno, mucha música (no toda) de The Beatles es accesible para los niños, desde una impecabilidad de la pronunciación inglesa (fonética de cualquier lengua exigida a los intérpretes operísticos) hasta una musicalidad que la infancia acepta: salvo dos o tres canciones, casi toda la música del álbum Abbey Road es disfrutable para toda la gente, lo cual me lleva de la mano al caso de Mozart, cuya “universalidad” pretende probarse bajo la afirmación de que su música es la única que, “sin educación musical previa”, es aceptada de inmediato por el oído de niños y “salvajes” (cito de memoria una frase en la que, lejos de cualquier rousseaunismo, infantes, bantúes, vándalos y jíbaros comparten la condición ominosa de una suerte de insensibilidad estúpida: así, Mozart sería un Orfeo conmovedor de impasibles rocas con el tañido de su lira).

Que las músicas de Mozart y The Beatles puedan ser inmediatamente disfrutadas por los niños no significa que se trate de músicas simples, sino que poseen un melodismo que las vuelve accesibles sin ser simplonas, lo cual no demerita las obras complicadas y experimentales, de difícil acceso hasta para los “oídos entrenados”. Dudo, por ejemplo, que un apacible niño disfrute por igual “Octopus’ garden” y “Lucy in the sky with diamonds” respecto a “Helter skelter” y I want you (she’s so heavy)”, aunque las cuatro hayan sido compuestas e interpretadas por el mismo cuarteto. ¿Será accidental que Leonard Bernstein –director y compositor estadunidense– haya declarado, en los años sesenta:  “la nueva música clásica la están componiendo The Beatles”? Para el paso de melodismos a disonancias en el mismo compositor, baste citar los ejemplos de “Für Elise” y la Gran fuga, op. 133, de Beethoven.

Al cabo de estructuralismos, descontruccionismos, recepcionismos, caoticismos y todo ismo teórico, es fácil ejercer lo dicho por Yahvé en el Libro de Daniel: “medir, pesar y juzgar”.  Ars longa, theoria brevis: los jóvenes auditores de los años sesenta no dependíamos de ninguna teoría de la recepción que explicara cuanto recibíamos, percibíamos, sentíamos, entendíamos, sabíamos, o interpretábamos acerca de lo que “And I lover her” pretendía decirnos (ni nos interesaba).

(Continuará)