Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de enero de 2012 Num: 882

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El caballo de Turín: más allá del bien y el mal
Antonio Valle

Café y revolución
Montserrat Hawayek

Peña Nieto y el Golem
Eduardo Hurtado

La maldición de Babel: Pacheco, Borges, Reyes
y el Tuca Ferreti

José María Espinasa

Eros, Afrodita y el sentimiento amoroso
Xabier F. Coronado

EL SIGLO XIX, inicio
de la era mediática

Jaimeduardo García

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ana García Bergua

El día en que fui Minerva

Hubo una época en la que una era joven y bastante ingenua pero no tanto como para correr peligros innecesarios y por ello respondía cortésmente a los jóvenes que abordaban a las muchachas en el camión, ésos que te decían “amiga”:  amiga esto y amiga lo otro, y llegaba el momento infalible en que te pedían el teléfono y una daba un teléfono falso con fría convicción, incluso corrigiendo los números falsos mal anotados por el sujeto. Y luego a veces llamaban a la casa unos galanes a quienes seguramente alguien como tú les había dado un teléfono falso y preguntaban si estaba Flor, Rosalinda, Azucena o Margarita, y contestabas “está equivocado” con educación y un poco de lástima, pero también, hay que admitirlo, con un ligero regusto interior porque recordabas a aquel tipo insistente con el que no te había quedado más remedio que conversar en el camión –aunque precavida, eras joven y temerosa–, a pesar de que detestabas que te dijeran “amiga” cuando no lo eras de mucha gente, ni mucho menos suya, y te imaginabas cómo preguntaría por ti en Abarrotes y Ultramarinos Gutiérrez, por poner un caso, o en el taller mecánico La Flecha, y le dirían que estaba equivocado o que Antonieta Ramírez (el nombre falso que le habías dado) no existía. Era como conocer la segunda parte de la historia desde otro lado, un lado seguro y burlesco que te hermanaba con las demás. ¿Cuántas veces les ocurriría lo mismo a aquellos sujetos que les decían “amiga” a las muchachas en el camión y las obligaban a dejar el libro que leían apaciblemente, cuántas veces colgarían el teléfono, consternados, quizás ofendidos, curándose el orgullo con el pensamiento de que ya lo habían sospechado, ya se lo imaginaban, uno se arriesga a esto, todas las mujeres son unas ingratas, recordaban que ese día no se habían colgado su patita de conejo, etcétera, y a lo mejor salían inmediatamente a tomar otro camión y probar si podían llamar o bautizar como “amiga” a otra muchacha que, ella sí, animada por las canciones de Roberto Carlos, conversara con ellos con genuina ingenuidad y les diera un teléfono de verdad?

Todavía llaman a la casa equivocados de aquellos, preguntando por Florinda, Eloísa, Ifigenia. Los puedo distinguir por la voz temerosa o audaz, según el carácter, pero sobre todo muy joven, y a veces también me da tristeza pensar que quizá con Florinda soñaron haber encontrado el amor en el camión. Y cuando les explico que aquí no vive ninguna de esas muchachas ya arquetípicas de tan inefables e inencontrables, que están equivocados pero en todo, realmente, también me las imagino a todas dictándoles con atención un teléfono falso, con atención y miradas de soslayo, a la espera de no ser descubiertas en el pequeño engaño salvador, esa muesca en la historia, tan imperceptible pero a la vez tan poderosa, pues desvía un desenlace inseguro y quizá aterrador hacia la dimensión donde están todos los peligros conjurados. Los falsos números son también mágicos.

Y es que a pesar de todo no hay protección mayor para cualquier persona en esta ciudad donde es tan fácil desaparecer, que recurrir a la ficción, perderse luego de dejar una dirección falsa en la colonia más lejana que una se sepa y un número que no corresponda a nada conocido. Y cuando cuelgan, desengañados, pienso también que quizá algunos no tenían mala intención, pues pidieron el teléfono, o quién sabe, las cosas se han vuelto tan siniestras en los últimos años que ya nadie confía en nadie. ¿Cuántos nombres, datos falsos, damos por el miedo a ser perseguidos?

Y es posible que no sólo el teléfono sea falso, sino también el nombre, y que Adriana, Rosalinda o Medusa sean en realidad Perla, Vitola y Marilyn. La última vez que me transfiguré fue ya hace tiempo y me llamé Minerva cuando trataba de responder a las preguntas enfermizas de un taxista en lo que esperaba a que se detuviera en un alto para poder bajarme y aprovechaba para escaparme lo mejor que podía de semejante tipo, cosa que hice. Cuando pasábamos cerca de Coyoacán, el nombre de Minerva, la avenida, apareció como un talismán, mi patita de conejo particular. Minerva Ramírez, dije, aquí me bajo.

Eso fue hace tiempo ya. Ahora sería rarísimo que un taxista me preguntara mi nombre, si no es para hacer un recibo o llevarme al aeropuerto. Más bien me cuentan a mí sus vidas y se los agradezco; lo gracioso sería que las historias que me cuentan los taxistas fueran también falsas. Eso sí, nunca les llamaría por teléfono.