Opinión
Ver día anteriorMiércoles 18 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La trampa europea
N

o hubo escapatoria posible para los asuntos públicos europeos, en especial los de naturaleza financiera. Los acontecimientos han sido cruentos para los tomadores de decisiones: varios gobiernos de distintos países han caído y sus partidos enfrentan drásticas consecuencias, hasta de identidad ideológica. La dicotomía ha sido tajante y hasta presuntuosa: plegarse a los dictados de las calificadoras estadunidenses, a los organismos multilaterales y a los efectivos mercados, o irse por la libre y arriesgarse a una hasta ahora inasible ruptura de la zona euro. Uno tras otro, los estados asociados a la unión fueron aceptando los dictados emanados de los poderes fácticos. La fila ha sido enorme: Irlanda, Grecia, Portugal, España, Italia, Bélgica y, hasta en cierto sentido, la misma Francia han caído en turbulentas zonas especulativas. Alemania, que se consideraba fuera de la contienda por mantener su calificación crediticia, se tambalea. Finalmente observa cómo sus mercados de exportación, de los que depende gran parte de su actividad económica, se tambalean al entrar sus vecinos en marcadas recesiones.

Los distintos gobiernos, sin importar la orientación de sus postulados iniciales –ya fueran socialdemócratas, democristianos o socialistas–, han chocado con una realidad que parece rebasarlos, si no es que aplastarlos. Al menos así luce cuando tratan de llevar a cabo planes o programas que atiendan las necesidades de sus respectivos pueblos. El rasero ha sido implacable con todos. Simplemente han quedado subyugados a los extendidos y aceptados fantasmas, dogmas y creencias neoliberales. El dictado ha sido inapelable: sus estados de bienestar molestan, sobremanera, al gran capital trasnacional. Son, alegan hasta con donaire, imposibles de mantener. Demasiado costosos para los presupuestos nacionales. No hay alternativa, predicó con alevosía, soberbia y ventaja la premier inglesa Margaret Thatcher en su movido tiempo. Y poco a poco, paso a paso, dichos postulados se inscribieron como verdades en los distintos centros de poder europeos. Son ahora, y para todo menester, la ruta ineludible.

Y así, de esta drástica manera, se han tomando las decisiones que afectan las necesidades y aspiraciones de los distintos pueblos que conforman la comunidad europea. Ninguno se ha escapado. Todos, uno tras otro, han aceptado lo que consideran una pesada realidad que exige cumplimiento. La austeridad es absolutamente necesaria, se arguye con desplantes de estadistas decididos a enfrentar el destino. No cualquier plan es aceptado, sólo los más drásticos posibles: los que lleven a castigar con severas medidas el bienestar colectivo de las distintas comunidades. Ningún renglón ha de quedar impune a los recortes inducidos desde las altas esferas. Educación, seguros de desempleo, fondos de retiro, salud o vivienda e infraestructuras pasan en fila para recibir los tijeretazos. Se trata, al final, de poner a salvo suficientes recursos presupuestales para después acudir al rescate de las respectivas industrias bancarias en problemas. Ésa es la clave de todo el asunto. Claro está que, para consumo ciudadano, los matices y detalles se cubren con densas retóricas: es doloroso el camino, pero indispensable; al final se saldrá avante.

Ante una situación tan comprometedora es preciso apelar a la memoria, aunque sea la de corto alcance. Cuando reventaron las burbujas inmobiliarias en Estados Unidos, Irlanda y España, con las quiebras y el espanto concomitante, se habló de reformas urgentes. Se llegó a pronosticar el fin del modelo vigente. Todo el andamiaje se reformaría, gritaron innumerables enterados. Hasta los voraces banqueros fueron estigmatizados por sus dislocadas ambiciones y avaricia. Sus descomunales sueldos (y bonificaciones) se vieron como insostenibles, ofensivos, injustos. Después del sobresalto inicial todo ha vuelto a la normalidad anterior. El pensamiento y los métodos de operación conocidos reclamaron, y consiguieron, su lugar en esta pequeña historia. Los más altos niveles políticos del mundo cerraron filas con los banqueros de inversión, aseguradoras, y los fondos de riesgo retornaron a sus prácticas especulativas, de libre mercado las llaman. Todavía hoy en día no se sabe el monto que alcanzan en el mundo los llamados derivados, pero se calcula que superan, con creces, el PIB mundial.

Lo que se inició como una crisis bancaria se ha transformado, al menos en apariencia y retórica, en crisis de deuda soberana. Y uno a uno los países de la comunidad europea que tienen cuentas de difícil tratamiento han ido pasando a la báscula de los llamados rescates. Enormes sumas de recursos son transferidas para, en realidad, evitar que Grecia, España, Portugal, Italia o Irlanda entren en suspensión de pagos. La escalerita es corta y de inmediato llegaría a las aseguradoras estadunidenses e inglesas. Asunto de seguridad nacional, llaman a las urgencias de los capitalistas por sus abultados retornos. Las calificadoras entran en el juego y sus roles son cruciales, determinantes. Los mercados tiemblan cada vez que degradan los bonos de deuda de los países en problemas. Los líderes políticos respingan contra ellas, pero no separan los ojos y orejas de los vaivenes bolsísticos.

En el fondo va quedando al descubierto la estratagema financiera responsable de tan dolida dependencia de la especulación. El Banco Central Europeo no compra bonos de deuda. Los distintos bancos, en cambio, sí descuentan sus posiciones de la que le compran a sus respectivos gobiernos. Sólo que entre una y otra operación se quedan con al menos tres o cuatro puntos de diferencia. Una enorme millonada de euros que van, directamente, a reforzar los alicaídos balances de la banca a costa del sudor y las lágrimas de los contribuyentes. Ésa es la magra historieta que tiene a la entera comunidad europea al borde del colapso. De suceder tan infausta predicción, las repercusiones serán mundiales y se sentirán en carne viva.