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Periódico La Jornada
Lunes 9 de enero de 2012, p. a10

Querido Fernando: Ya sé lo que estarás pensando, es más, te oigo decírmelo: Vicente, hermanito, ¿qué estás haciendo ahí? No es tu estilo. Tú siempre te defendiste de las apariciones públicas, y la verdad es que a ti no te veo hablando ante un micrófono en la sala principal del Palacio de Bellas Artes.

A lo que ahora te contesto, Fernando: Quise venir aquí porque sabía que iba a estar muy bien acompañado, por Fernando Canales, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco, tus amigos de hace por lo menos 50 años, a los que tanto quisiste y que también son amigos míos.

Claro, me dirás, te gusta lucirte ahí, en el mismo escenario en que a principios de los años 50 viste los ensayos de una jovencísima María Callas que cantaba Aída, o a Salvador Novo montar Rosalba y los Llaveros, de un debutante Emilio Carballido, o a Guillermo Arriaga estrenar su ballet Zapata, con la bella Rocío Sagaón, o a Carlos Chávez dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional.

Sí, Fernando, quise darme este lujo, que también me sirve para recordar que precisamente en este Palacio tuvo lugar el máximo fracaso del teatro mexicano: el estreno de tu obra Cristóbal Colón, en una conmemoración histórica, la de los 400 años de la Universidad, para entonces ya convertida en la Universidad Nacional Autónoma de México. Como tú contaste, las carabelas de Colón no navegaban en el falso mar de cartones de utilería, y cuando lo hicieron tiraron al suelo parte de la iluminación. Y todo ello durante cinco largas, interminables horas. Pero tú recordaste con tu particular humor cómo, detrás de la primera fila, ocupada por los rectores invitados de las principales universidades del mundo, sentaste juntas al ramillete completo de las damas que habían sido tus novias.

Además, para estar aquí, Fernando, me he puesto mis mejores ropas, traje y corbata, para que no me reclames, como hiciste tantas veces, cuando decías que yo siempre iba vestido de harapos.

Pero una vez a mano, paso a recordar que la relación que nos unió a los dos estuvo formada por las letras y las imágenes. Y son algunas de las fotografías o recortes, que con sus fechas he conservado todos estos años, los testimonios que van a apoyar aquí mis palabras en esta conversación que estoy teniendo contigo.

En la fotografía inicial, se muestra la pequeña oficina de la redacción de México en la Cultura, el suplemento que el diario Novedades publicaba. Está fechada en una tarde de un lunes de mayo de 1950. En ella se ve, a la derecha, la mesa en la que Fernando Benítez se encargaba de la dirección. Como lo hacían cada semana, poco a poco llegaban los colaboradores, que podían ser lo mismo Alí Chumacero o José Moreno Villa, y comenzaba la fiesta. Fernando hablaba con ellos, pero al mismo tiempo que leía los textos que le iban entregando, y que a veces iba corrigiendo de una vez, cabeceaba los artículos y hacía los pies de grabado, todo ello mientras contaba con gracia sus aventuras amorosas. A la izquierda de la foto se ve la mesa en la que Miguel Prieto recibía los originales y con mano maestra diseñaba las páginas que tres días después estarían formadas en las mesas de plomo del taller del diario al pie de las rotativas. Con la intención de asistirlo, al lado de Miguel Prieto había llegado un joven, al que tiempo después Fernando definió como pálido y silencioso. Pero en ese momento él no sabía que este joven casi transparente lo iba a acompañar toda su vida, en suplementos y en proyectos editoriales.

(Un paréntesis. Precisamente ese mismo año Fernando Benítez publicó su libro La ruta de Hernán Cortés. Lo había escrito en la celda de monje que su gran amigo, su hermano Guillermo Haro, le prestaba en el Observatorio de Tonantzintla, donde se recluía para concentrarse precisamente en escribir. Pero las reclusiones eran a veces soslayadas. Me consta que, insólitamente, algunos sábados por la noche, Fernando, el eminente doctor Haro y Miguel Prieto, que estaba pintando un mural en el Observatorio, se dirigían a la cercana Puebla a asistir a funciones de lucha libre. Ahí, Fernando animaba con sus gritos, como lo hacían todos los enardecidos espectadores, al Cavernario Galindo y al Médico Asesino, que peleaban contra un ambiguo Lalo, El Elegante. Durante esas ausencias de Tonantzintla, o en otras, cuando salía de viaje, lo suplían como encargados de México en la Cultura sus amigos Leopoldo Zea, Pablo González Casanova o José Iturriaga.)

A veces la fiesta en la redacción se interrumpía brevemente al sentir que unos pasos avanzaban por el pasillo frente a las oficinas del suplemento. Eran los pasos de don Alejandro Quijano, al que se le aplicaba el don, porque simultáneamente era lo mismo director de la Academia de la Lengua que de la Cruz Roja Mexicana, además de ser o figurar también como director del diario Novedades. Por supuesto, jamás entró a los dominios de Fernando. Se comunicaba con él por carta, y únicamente para decirle que no publicara cosas como la elegía Antes de acostarse, el poema erótico del clásico del siglo XVII John Donne, que tradujo Octavio Paz, o desnudos de Velázquez o Rubens, porque a su esposa le parecían particularmente faltos de decoro.

Se sobreentiende además que Quijano no entraba a la oficina porque el sentido que Fernando daba a la cultura (y para él los temas políticos y sociales formaban parte de la misma) no correspondía con la línea editorial del diario. Pero en la gerencia de Novedades se encontraba Fernando Canales que, con gran sabiduría y una tenacidad que mantuvo durante 13 años, semana a semana se dedicaba a convencer al director, y sobre todo a los dueños, del enorme prestigio que el suplemento le daba al diario Novedades.

La segunda fotografía, que debo a la amable y eficaz investigación de Julia de la Fuente, está fechada precisamente 13 años después. Es del día 10 de diciembre de 1961, y reproduce la primera página de México en la Cultura.

Las discrepancias entre el suplemento y la dirección del diario, que ahora encabeza quien había sido un político importante, se han hecho insalvables, y Fernando Benítez ha sido despedido. En el último número del suplemento, el cabezal que se imprimía siempre a color, aquel domingo apareció en negro. Y junto a él, un texto que se titula Al fin de esta jornada, registra cómo, en solidaridad con Fernando, todos los redactores del suplemento se retiran con él con estas palabras que, escritas por Jaime García Terrés de manera anónima, se publicaron en nombre de todos los colaboradores: “Hemos trabajado como sabíamos y queríamos. Y a fin de cuentas, para bien o para mal, estamos satisfechos de la obra común. Si tuviéramos que recorrer el camino de nuevo, no modificaríamos el rumbo. Cada uno de nosotros ha expresado su verdad. Cada uno de nosotros ha colaborado, en la medida de su voz, en este coro cuya virtud –pecado para algunos– ha sido precisamente la intención de restituir a las palabras un significado, al pensamiento una dignidad y al periodismo una dimensión infrecuentes. Matices aparte, todos perseguíamos lo mismo”.

Lo antecede un epígrafe de Alfonso Reyes que dice: “La vida cultural de México durante estos dos lustros podrá reconstruirse, en sus mejores aspectos, gracias al suplemento de Novedades. Cuantos en él pusimos las manos tenemos mucho que agradecerle”.

Seguían los nombres de 30 colaboradores. La mayoría de ellos eran quienes iniciaron el suplemento (y que podrían aparecer en la foto de 1950), y los demás eran jóvenes escritores, pues uno de los talentos de Fernando fue descubrir y apoyar precisamente a quienes estaban dando una nueva cara a la poesía, la ficción, la crónica y la crítica en las letras mexicanas, o en las artes plásticas, la música y el teatro, la danza y el cine.

La siguiente fotografía es muy conocida, pues se ha reproducido en varias ocasiones. Es de Héctor García, y tiene dos versiones. La primera recoge el momento en que los mismos colaboradores de México en la Cultura están reunidos, ahora para celebrar la aparición del nuevo suplemento, La Cultura en México, que, gracias a José Pagés Llergo, acogía la revista Siempre! La fiesta iba a continuar, como lo demuestra la segunda foto, en la que Fernando, característica e impecablemente vestido, está echado al suelo, cual largo era, a los pies de su equipo, que alineados detrás de él celebran risueños la ocasión y la ocurrencia. Dejaba a la vista su capacidad para la alegría, de la que habló Carlos Fuentes.

(En otra tercera foto, de Raúl Ortega, y tiempo después, Fernando repitió el gesto, y aparece recostado a lo largo del piso ante los fundadores de La Jornada Semanal que, divertidos, lo miran de pie detrás de él.)

El primer número de La Cultura en México apareció el 21 de febrero de 1962, y lo encabezaba el ensayo Oración del 9 de febrero, páginas inéditas de Alfonso Reyes.

En esta nueva aventura continué acompañando a Fernando como director artístico, pero ahora él contaba por primera vez con jefe de redacción, para atender lo cual convenció a José Emilio Pacheco. Y fue en una muestra de su generosidad cuando nos comunicó a José Emilio y a mí su acuerdo con el Jefe Pagés. Nos dijo: Yo voy a cobrar 250 pesos a la semana, pero para ustedes dos, como están casados y tienen hijos, les he conseguido 300.

En la primera página de ese número inicial, Fernando reconoce la, cito entre comillas, ayuda desinteresada del presidente Adolfo López Mateos en la continuación de su proyecto cultural, y también la de José Pagés Llergo, el fundador y director de Siempre! Sin embargo, el mencionado desinterés terminó cuando en el número 21 del suplemento se publicaron testimonios sobre la vida y el asesinato del líder agrario Rubén Jaramillo, de su esposa y de sus hijos. Pero debo decir que, en cambio, Pagés Llergo sí cumplió con su compromiso.

Y es que, Fernando Benítez, como parte de su curiosidad en su papel de reportero, que es como a él le gustaba definirse, estuvo cerca de los poderosos. Pero nunca dudó de sus propios principios, de modo que frente a un conflicto social o político, él siempre estuvo al lado de los desprotegidos. Lázaro Cárdenas, a quien Fernando dedicó abundantes páginas, era uno de sus guías. Íntimamente a mí Fernando me parecía, además de cardenista, la personificación de un republicano español. A lo largo de su vida como escritor y maestro, tuvo la cualidad de unir la protesta civil a la crítica cultural, según dijo Carlos Monsiváis, postura que el propio Fernando y sus colaboradores refrendarían seis años después, en los números que se dedicaron al movimiento estudiantil del 68, y que continuaría al quedar el suplemento en 1972 precisamente en manos de Monsiváis.

De acuerdo al colofón, el día 5 de octubre de 1960, Fernando publica su libro Viaje a la Tarahumara, acompañado de fotografías de Nacho López. Sería no sólo el comienzo de su colaboración con la entonces recién creada Ediciones Era (casa editorial que nació apoyándose en él y en todo su equipo), sino el origen de sus cinco tomos dedicados a Los indios de México, su obra fundamental. En 2 mil 800 páginas, a partir del estudio de sus culturas ancestrales, tarahumaras, huicholes, tepehuanes o nahuas, coras, otomíes o mixtecos, están presentes como contemporáneos nuestros gracias a Fernando Benítez.

¿Qué me enseñaron los indios?, él se pregunta. Me enseñaron a no creerme importante, a tratar de llevar una conducta impecable, a considerar sagrados los animales, las plantas, los mares y los cielos, a saber en qué consiste la democracia y el respeto debido a la dignidad humana. Y Fernando, a nosotros, añado yo, una lección de vida.

El 3 de junio de 1967, Georgina Conde, con un distinguido vestido blanco, y Fernando, tan elegante como siempre, aparecen fotografiados el día de su boda. Finalmente, a los 56 años, y aunque él decía que se había casado prematuramente, gracias a Georgina encontró, después de haber pasado tantas décadas de vida dispersa, una casa propia, una familia, un hijo mazateco. Su biblioteca creció al igual que su colección de arte prehispánico, de la que tanto le gustaba presumir en los numerosos y entusiastas convivios que Georgina organizaba.

Sobre la mesa de la inmensa sala de su estudio, Fernando, con su letra pequeña y en sus cuadernos amarillos, escribió y coordinó la edición de otra obra monumental, los tres tomos que dedicó a la ciudad de México, que contó con la colaboración de Adriana Canales y, una vez más, la mía, en el acomodo de las cuantiosas ilustraciones.

Las últimas fotografías son dos. La primera está fechada el 5 de diciembre de 1992. Es el día en que Fernando Benítez recibió el doctorado honoris causa que le dedicó la Universidad de Guadalajara. El lugar es muy solemne. El presídium está en el paraninfo, al pie del mural de José Clemente Orozco.

A sus 80 años, para recibir el homenaje, Fernando ha pasado detrás del pódium y se ve más pequeño de lo que era, investido de un aspecto frágil al leer su agradecimiento. Sus ojos azules, que detrás de sus lentes antes brillaban siempre incisivos, ahora están cansados. Es una escena muy sensible que conmueve a los asistentes. En un momento dado dedica unas tiernas palabras a nuestra relación de tantísimos años. Yo, emocionado, procuro controlarme y distraigo la mirada. Pero a mi derecha veo a una querida amiga a la que las palabras de Fernando también han conmovido y, más desinhibida que yo, se ha soltado a llorar. Entonces yo mismo no me puedo contener y me cubro la cara con las manos. Al día siguiente, en su primera página, un periódico de Guadalajara publicó mi foto con estas palabras: El llanto de un amigo.