Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Sábado 31 de diciembre de 2011 Num: 878

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Degas y las mujeres
de traseros grandes

Anitzel Diaz

Nathalie Handal,
la lengua múltiple

Ana Luisa Valdés

En casa fuera de casa
Ricardo Venegas entrevistacon Indran Amirthanayagam

La plegaria de un dacio

Dos poemas
Mihai Eminescu

En buen rumano
Leandro Arellano

Medan* Tahrir en El Cairo
Vivian Jiménez

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Enrique López Aguilar
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Nostalgia prematura

Si los libros han resistido el desorden y el hecho de albergar polvo, hongos, bacterias y ácaros para quienes consultan legajos como los del Archivo General de la Nación (donde se exigen tapabocas y guantes quirúrgicos a los usuarios de los volúmenes antiguos), y ahora deben enfrentarse a los defensores de la revolución tecnológica (“no es problema el analfabetismo funcional existente en la mayoría de quienes ingresan a los primeros años de las escuelas y facultades universitarias”, pues ven con íntimo regocijo el estallido  de una revolución semejante a la de Gutenberg: la de la computadora); si los libros han resistido hongos, incendios y filotecnólogos, ¿qué puede esperar, en la modestia de su hogar, un amante de los libros que trata de no ser parte de ese arremetimiento antilibresco, ni de ese síndrome que es variante de Fahrenheit 451?

Apocalípticos ochenteros auguraban la disolución de todos los libros publicados entre 1970 y 1990:  “la acidez empleada para hacer el papel, más el uso de papel reciclado, más/ van a hacer que dentro de veinte años los libros impresos en esta década se deshagan en las estanterías”.  Sigo aguardando el fenómeno singular de ser el testigo de un derrumbe así en un sector de mi biblioteca:  edificios y torres desmoronándose, polvo y materia libresca suspendida por todos lados, ambulancias y alaridos de autores, personajes y pensamientos cayendo al piso en estado de irreparable dispersión. Esos mismos apocalípticos afirmaban:  “el futuro está en las computadoras”.

(Al margen de que un libro puede llevarse a todos lados –en los viajes, en el transporte público, dentro del baño, a la hora previa del dormir en la cama, casi a la hora de hacer el amor…–, cosa que todavía no es apreciable en los formatos tecnológicos –no me ha sido dado ver a nadie leyendo algo en su laptop dentro del Metro, la pesera, o la tina–, el conocimiento ofrecido por los libros no exime de la lectura al usuario cibernético, sino todo lo contrario: se supone que debe leerse la información buscada; suponiendo que el llamado hipertexto “libere” del molesto conocimiento a quien puede acceder a él mediante una rápida búsqueda por internet: ¿no se supone la lectura de lo consultado, sea en formato de hipertexto o de texto impreso? El conocimiento y los libros… Los prefiero tanto como al piano, pues detesto el sintetizador y el llamado “teclado” electrónico, por más que el apisonamiento de unas teclas logre simular sonidos inverosímiles de oboes, violines y teponaztles aunados en ímpetus tímbricos que no desmienten su raíz electrónica.)

No es que el futuro o el presente no se encuentren en las computadoras y sus variantes tecnológicas (iPods, youPods, drinkPods, fuckPods, godPods…), sino que sigo prefiriendo cosas “a la antigüita” (concepto donde se igualan discos y libros para mantener la voz de un autor cerca de quienes estamos lejos de él, merced a ciertas gracias tecnológicas): escuchar música, leer un libro, hablar con una persona “en persona”, tocar la piel de una mujer (en lugar de fingir que la toco al chatear con alguien cuya identidad ignoro), comer unas buenas tortas de papa (en lugar de ingerir pastillas que sepan a eso).

¿Eso me coloca contra la tecnología moderna? Claro que no. Uso licuadoras, lavadoras, automóviles, televisores, computadoras, cajeros automáticos y lo que el mundo contemporáneo ofrece a toda su clientela. Sería tonto no hacerlo y resulta cómodo aprovechar esos avances, siempre que funcionen (el elevador reiteradamente descompuesto, la caída del sistema en el banco, el “no se acepta ninguna clase de tarjeta por fallas en la línea”…). La fragilidad del libro la comparte la computadora, dependiente de los suministros eléctricos y telefónicos: tan fácil es romper un libro como la pantalla del más inteligente aparato cibernético, por no mencionar que nuevas generaciones de lenguajes computacionales convierten en obsolescencia los códigos vigentes de antaño, lo cual implica consumismos y actualizaciones que un libro publicado en 1605 no solicita al común de los lectores: no necesito la versión “actualizada” del “programa editorial” del Quijote para leer la novela de Cervantes, salvo que requiera de “ediciones críticas”, que no es lo mismo que cambiar de Word 96-97 a Word 2007, o de disquete a cd y usb.

Dicen que Cortázar dijo que la felicidad era sostener un libro con una mano mientras, con la otra, se rodeaba y acariciaba el seno de una mujer –por tocar dos universos simultáneos–, para luego cerrar el libro y/

Ni la más versátil de las iLoquequieras da para tanto.