Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de diciembre de 2011 Num: 875

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Una señora suspendida
Kikí Dimoulá

Una flauta mágica
de Peter Brook

Andrea Christiansen

Soy ojo que mira,
soy puente

Alessandra Galimberti

Tomás Segovia
y la plenitud

Xabier F. Coronado

Una vida honrada
y de trabajo

Raúl Olvera Mijares entrevista
con Tomás Segovia

Cuarto rastreo
Tomás Segovia

Poema
Francisco Segovia

25 años de Casa Silva
de Poesía de Bogotá

José Ángel Leyva

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Alejandro Michelena

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jair Cortés
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¿Alguien ha visto mi memoria?

Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451, apostaba por la memoria humana como la única forma de conservar el conocimiento ante la posible extinción de los libros: “Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia”  dice Granger a Montag, el bombero quema-libros. Pero en nuestros días cabe la pregunta, ¿qué tan importante es nuestra capacidad nemotécnica?

“No sé dónde dejé mi memoria” es una frase que escucho con frecuencia y que, incluso yo, he pronunciado alguna vez, refiriéndome a ese pequeño dispositivo de almacenamiento de datos conocido como memoria USB. La frase, más allá del juego de palabras, evidencia un síntoma inconfundible de nuestro tiempo: la gran cantidad de información, así como su disponibilidad en todo momento, que le conferimos a la tecnología. ¿Cuántos nombres, referencias, direcciones, hemos dejado de retener en la memoria? Conozco personas que, avergonzadas, consultan en la agenda del teléfono celular su propio número telefónico, no porque sean incapaces de memorizarlo sino porque, sencillamente, no necesitan recordar.

Nuestra vida diaria depende de los archivos virtuales en los que se registra nuestro paso por este mundo: ¿Olvidaste el nombre del lugar en el que verás a tus compañeros de trabajo? Un mensaje de texto soluciona el problema. ¿No recuerdas la fecha exacta en la que cumple años algún familiar? Facebook te saca del apuro. ¿No recuerdas qué ruta debes tomar? Un GPS o un mapa virtual te indican el camino. El simple hecho de imaginar que “toda esa información” puede desaparecer estremece a cualquiera que le haya concedido tanta confianza a la tecnología. Nos gusta acumular, ya lo sabíamos, pero ahora lo hacemos fuera de nuestra cabeza porque la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico no se satura: fotografías, recados, proyectos, conversaciones, todo está “ahí” esperando que se le convoque desde este lado de la realidad. Los motores de búsqueda de Google, por ejemplo, simplifican cualquier pesquisa, basta una palabra, apenas un rasgo de lo que evocamos para poder jalar la punta del hilo que habrá de devolvernos nuestro pasado. El asunto es que dejamos de realizar asociaciones mentales, ya no nos esforzamos como antes (apenas diez o quince años atrás) por recordar el nombre de una calle, el título de un libro, el nombre del insecto que nos llenó de asombro. La red de nuestra memoria cada vez retiene menos detalles, va perdiendo su sentido, se aligera. Con la llegada de las nuevos medios de comunicación comenzó a rondarnos la idea de la desaparición del libro, pero creo que lo verdaderamente preocupante es el ocaso de nuestra memoria pues tal parece que, en lugar de ejercitarla, alimentamos devotamente con nuestros recuerdos (tributo cotidiano) a la diosa-internet.