Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de noviembre de 2011 Num: 872

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Cioran y la sorna
de la ironía

Enrique Héctor González

El gabinete de los monstruos
Eduardo Monteverde

La mirada poética galvaniza cada palabra
Ricardo Yáñez entrevista con Claudia Berrueto

La sombra como tormento
Hugo José Suárez

Metáforas de una
guerra imperfecta

Gustavo Ogarrio

No me dejes olvidar
tu nombre, Bola

José Antonio Michelena

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Ni pa dios ni pal diablo

No es novedad: pocos géneros hay, cinematográficos o no, tan difíciles de abordar como la comedia, y los intentos que acaban sin remedio y lamentablemente torcidos se llaman Legión. A diferencia de esa pesadilla de la solemnidad llamada humor involuntario, que regularmente asoma la cabeza en obras pertenecientes a otros géneros, lo que suele quitarle el sueño a una comedia que no se avergüenza de su principal cometido es, claro está, el riesgo de no provocar la risa de Todomundo y, si esto es demasiado pedir, la de Muchagente o, ya de perdida, la de Unoscuantos.

Tampoco es novedad: el género humorístico tiene infinitas variantes y toca al creador decidir entre negro, blanco, cruel, fársico, de pastelazo, guarro y muchas posibilidades más, claro está que incluyendo combinaciones igualmente infinitas. La elección certera de una o más de dichas variantes en función de la anécdota, el carácter de los personajes, el aliento y el ritmo narrativos, entre otros elementos; el equilibrio tonal y la dosificación inteligente del chiste, la humorada, el leitmotiv que se pretende gracioso, el gag, etecé; la clara noción de que ni la mejor de las comedias ofrece, a lo largo de su duración completa, única y exclusivamente momentos que de verdad muevan a risa… todo lo anterior desemboca, o mejor dicho puede que desemboque –puede que no– en una comedia afortunada.

Para mala fortuna del público, el anterior no es el caso de Pastorela (2011), escrita, dirigida y coeditada –Rodrigo Ríos es el otro responsable del montaje– por Emilio Portes, no obstante que a este último se le debe precisamente uno de los filmes de humor, en ese caso corrosivo-fársico-esperpéntico, más logrados por el cine mexicano reciente, que lleva por nombre Conozca la cabeza de Juan Pérez (2008).

Quizá la palabra que mejor define a Pastorela es “exceso”.  Aun a sabiendas de cuán difícil es, apriorísticamente, ponerle el cascabel al gato en este sentido; es decir, bajo qué criterio y con qué elementos es posible determinar hasta dónde un recurso formal, uno anecdótico, uno histriónico, son suficientes –en el caso particular de una cinta cómica, se insiste–, del segundo largoficción de Portes emana un tufo innegable a que se pasó de tueste, pues hay en él una combinación de excesos en diversos órdenes, que bien pronto en el pietaje se encargan de ir minando, poco a poco pero hasta el final y bien a fondo, los cimientos de una película que habría corrido mejor suerte si sus hacedores hubieran identificado con mayor acierto el momento en que debían parar, pausar, eliminar, sustituir o recombinar. Sin que el orden con el que aquí se les enuncia implique jerarquías, van algunos elementos del exceso:

El archisobado recurso, facilón y superficial, de salpicar y/o rematar los diálogos con alguna de las muchas palabras gordas que, como sabe cualquier guionista, recibirán a cambio una risa idéntica: facilona y superficial. Póngase “a la chingada”, “órale, pendejo”,  “a chingar a su madre” y sucedáneas, y dése por hecho que alguien en la sala habrá de reír, así ninguna de tales frases tenga en sí misma nada de graciosa: es más que otra cosa el hecho de oírlas en sonido dolby en sala thx, dichas por alguien a otro alguien que no sea Unomismo. (Pregunta para Unomismo: ¿te reirías igual si viene alguien de carne y hueso, no en una pantalla, y te pendejea y te manda a chingar a tu madre?)

Tan lejos como es posible estarlo de la combinación sutil de expresiones –a lo Chaplin–, y todavía más alejados del célebre y eficaz falso hieratismo en comedia –a lo Keaton–, a los actores se les obliga en Pastorela a una sostenida caracterización entre histérica y estridente, con la que se consiguió hacer que se vieran siempre iguales o, en otras palabras, que paradójicamente acabaran siendo planos en medio de su aquelarre de gesticulación incesante y decibeles desmedidos.

Finalmente, a Pastorela le ha tocado confirmar un aserto lamentable: para una trama que de un modo u otro ha logrado sostenerse hasta llegar, no obstante altibajos, a su momento culminante, no hay veneno más letal que el implícito en querer alargar dicho clímax hasta volverlo anticlimático, a fuerza de torcer y retorcer, en este caso, el enfrentamiento entre protagonista (Joaquín Cosío) y antagonista (Carlos Cobos), pero sumándole la inserción de prácticamente toda la galería completa de personajes, secundarios o menos, que fueron apareciendo previamente.

“Menos es más”, dice por ahí un refrán que, al parecer, no han escuchado o no han querido atender quienes integran Las Producciones del Patrón, empresa firmante de este filme.