Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de noviembre de 2011 Num: 871

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Depresión
Orlando Ortiz

Soledad de una madre
Takis Sinópoulos

Giordano Bruno en la hoguera
Máximo Simpson

Dos poetas

Ricardo Prieto, un dramaturgo inolvidable
Alejandro Michelena

Ted Hughes, animal y poeta
Anitzel Díaz

Identidad e idioma en el sur de Estados Unidos
Antonio Valle entrevista con Antonio Cortijo

Claudio Magris, académico y cronista
Raúl Olvera

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Javier Sicilia

El cielo y el infierno

El cielo y el infierno han poblado la imaginación de Occidente con toda suerte de metáforas y reflexiones. Desde los símiles de Jesús de Nazareth hasta El matrimonio del cielo y el infierno, de William Blake, pasando por los grandes sermones de los Padres de la Iglesia, la Comedia, de Dante, y las revelaciones de los místicos, esos dos mundos han estado poblados por toda suerte de visiones beatíficas y castigos aterradores. Un universo de retribuciones y condenaciones los ha acompañado siempre.

Los seres humanos, por lo general, solemos atribuir nuestras experiencias humanas de justicia a la justicia de Dios. Sin embargo, aunque las dos son equivalentes, en el sentido de darle a cada quien lo que le corresponde en relación con los actos de su vida, no son iguales. Lanza del Vasto, en su Comentario del Evangelio, decía, con la agudeza de los espirituales, que –cito de memoria– la justicia de los hombres y la justicia de Dios se diferencian en que en la primera son los hombres la que la aplican a otros, mientras que en la de Dios es el hombre mismo el que se la aplica a sí mismo. Se trata, en relación con la última, de un estado de conciencia y de libertad en el que a la luz de la verdad de nuestra vida, nosotros mismos decidimos estar en la luz o en las tinieblas, en el cielo o en el infierno, en la vida o en la muerte, en el amor o el odio. Se trata de un estado interno de gozo o de sufrimiento y no de una experiencia física de placer o de dolor; se trata de una experiencia de naturaleza carnal en la que el cielo es un salir de sí, una apertura, un acto, como todo acto de amor, de relacionalidad con otro o con otros; y el infierno, como todo odio, una experiencia de encierro interior, de egoísmo, en el que cualquier relacionalidad con otro o con otros queda amputada y sólo sobrevive la soledad de sentirse repetitivamente habitándose, consumiéndose de sí, en sus vertientes más mezquinas o más crueles. La idea de la privación de la libertad, del encierro carcelario o de los castigos simbólicos del Infierno, de Dante, siempre habitados por la asfixia del encierro, deben entenderse como una metáfora de lo que hablo. El abrazo de los cuerpos, la alegría de mirarse en el otro son dos símbolos del cielo, dos ejemplos de ese momento de coincidencia abierto a todas las resonancias. Hay, sin embargo, entre todas las miles de metáforas que la imaginería humana ha creado para hablar de esos estados, una que, desde mi entender, la revela con hermosa exactitud. Es una alegoría cuya tradición desconozco. Cuenta que un día un ángel se apareció a un hombre que había buscado el sentido último de la vida. “Te enseñaré –le dijo– qué es el infierno y qué es el cielo”,  y arrebatándolo lo llevó a una gran sala donde miles de seres humanos sentados a una mesa trataban infructuosamente de comer del tazón que tenían delante. La razón de su impotencia radicaba en los mangos extremadamente largos de sus cucharas. Sumidos en su frustración y en su soledad, no reparaban en la existencia de los otros. Luego, el ángel volvió a arrebatarlo y lo llevó al cielo. Era el mismo sitio, idéntico. La diferencia es que allí todos comían y estaban alegres: con esas mismas cucharas se daban de comer unos a otros. La longitud del mango se había vuelto el instrumento de una comunión. Una misma realidad, pero un diferente estado. Uno, encierro; el otro, apertura y don. No son realidades reservadas para mañana. El Juicio Final está en la elección que hacemos de nuestro presente. Al encerrarnos en nosotros mismos y negar al otro, o al salir de nosotros para ir al encuentro del otro, habitamos el infierno o el cielo. En el desprecio o en el amor está presente, por sus mismas intensidades, el sabor del futuro y de la muerte. Nuestro mañana está lleno de nuestro hoy, y todo presente puede ser el lugar en donde la existencia cambia. Dure un siglo o lo que dura un parpadeo, el momento en el que somos guarda la eternidad, la posibilidad de nuestro fin último. De allí esa hermosa máxima:  “Vive como si hoy mismo tuvieras que morir.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la appo, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.