Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de noviembre de 2011 Num: 870

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Cigarro y libertad
Werner Colombani

La óptica de la poesía
en Yves Soucy

José María Espinasa

Chaplin y Reshevsky,
el cómico y el prodigio

Hugo Vargas

Dos miradas sobre la poesía queretana
Ricardo Yáñez entrevista con Luis Alberto Arellano y Arturo Santana

Belice y otros paraísos
Fabrizio Lorusso

Shakespeare and Company
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Shakespeare and Company

Vilma Fuentes

Cuando cruzo frente a la librería Shakespeare and Company tengo la sensación de atravesar varios tiempos distintos. Acaso contribuye a provocar esta impresión de espejismo, ajeno a cualquier nostalgia, el nombre de la librería, el de su dueño, Georges Whitman, el de su hija, las pilas de libros donde los volúmenes que se buscan no se encuentran y, en cambio, se descubren al azar sorpresas no imaginadas. En la librería-biblioteca, se amontonan épocas como libros. Se salta de una década a otra, del siglo XX al XXI, sin cronología ni orden.

En realidad, el nombre de Shakespeare and Company fue creado por Sylvia Beach para designar la librería estadunidense que fundó en 1919 en la calle Dupuytren. Cuando llega, en 1916, a París, conoce a Adrienne Monier, quien posee La Maison des Amis du Livre –La Casa de los Amigos del Libro–, situada en el 7 rue de l’Odéon, a donde acuden escritores como Gide, Larbaud o Valéry. En 21, Sylvia muda su establecimiento al 10 del Odéon, frente a la librería de su compañera. La de Sylvia es frecuentada por Joyce, Pound, Hemmingway y otros. Como editoras, Beach edita el Ulysses de Joyce en inglés ese año y en 29 Monier edita la traducción al francés.

Shakespeare and Company es obligada a cerrar en 1941, cuando Beach se niega a vender a un oficial alemán el último ejemplar de su edición de Finnegans Wake. Arrestada en 1943 por los alemanes, y liberada, Beach no reabrirá la librería.

Georges Whitman, otro estadunidense desembarcado en París, comienza por vender libros en inglés en su hotel. Amigo de Ferlinghetti, cuya librería de San Francisco City Lights admira, Georges funda Le Mistral con ese estilo beatnik en el ‘51. A  la muerte de Beach en 1962, Whitman le da el nombre de Shakespeare and Company.

Situada en la rue de la Bûcherie, al otro lado del Sena, frente a la catedral de Notre Dame, la actual librería ocupa dos pisos de un antiguo edificio. En la amplia banqueta, una fuente Wallace deja oír el gorjeo de su chorro de agua. A través de los cristales puede verse el cúmulo de volúmenes que ocupan los estantes, llenan las mesas, suben las escaleras y llegan al laberinto del segundo piso.

Entre todos los libros, durante muchos años bajo la excéntrica gestión de Georges, un sofá, un colchón, una cama donde, por la noche, dormían jóvenes con vocación de poetas o escritores, y, durante el día, sirven de asiento a los lectores. Whitman afirma que más de 40 mil personas han dormido alguna vez en esa “utopía socialista que se hace pasar por librería”: Burroughs, Ginsberg y otros, a cambio de dos obligaciones: ayudar al aseo del lugar y leer un libro por día.

Pasé por primera vez el umbral de la puerta vidriera en 1975, cuando una amiga común, la actriz Colette Pillon, me presentó a Georges Whitman. El espectáculo era el de un verdadero Cafarnaúm. Apenas se podía caminar entre libros viejos, nuevos, leídos o vírgenes. Georges adquiría sus libros en la venta de la iglesia americana, en los mercados de antigüedades, en ventas públicas, gracias a donaciones y legados.

Las primeras palabras que Whitman me dijo fueron: “¡Viva Pancho Villa, viva Zapata, viva el tequila, viva México!” Frase invariable, repetida a cada encuentro. Como Georges sabía deslizar, en un prístino sobreentendido, la evidencia de una genealogía más bien oscura, no daba pie a preguntarle sin rodeos si Walt Whitman era su antepasado. Su ascendencia era tan clara como tácita: ¿no habría sido ostentoso presumir de su linaje? Además, ¿no era preferible para autores y lectores proclives a los mitos imaginar que se hablaba con el descendiente del poeta estadunidense?

Muchas veces me pregunté si Georges, cuando me repetía sus vivas a los héroes mexicanos, ignoraba o prefería olvidar que, en plena guerra de anexión de Texas, Whitman escribió en el diario Brooklyn Eagle: “Sí, México debe ser severamente castigado. Que nuestras armas sirvan de hoy en adelante a enseñar al mundo entero que, aunque no nos plazcan las querellas, América sabe cómo golpear y conoce los medios de extenderse.” Ayudado por las felicitaciones de Emerson, quien llamaba hacía tiempo “a la emergencia de una poesía americana, libre de las influencias europeas”, Walt Whitman había sabido construir su mito sobre el pedestal de la potencia estadunidense.

Ante los “¡viva México!”, fui dejando esta y otras preguntas para mañana. Después de todo, Georges tenía también derecho a construir su leyenda. Y el público a contribuir a su creación. Los implícitos se convertían en verdades legendarias y los mitos en realidad. En cuanto a los hechos históricos, ¿quién iba a preocuparse de sombras del pasado frente al espesor real del laberíntico local de la Bûcherie? Muchos visitantes están convencidos que es la misma librería fundada por Sylvia Beach. Algunos conocedores aclaran que Lawrence Durrell, amigo de Georges (la foto de ambos se expone a la entrada), intervino para que Sylvia lo autorizara a utilizar ese nombre.

La pasión de Georges Whitman por la literatura y los libros es extrema. Para dar a su librería una vida más larga que la suya, Georges hizo su heredero a París. No tenía descendientes. A una edad algo avanzada, tuvo una hija. La madre es una Estuardo, según nos informó Whitman cuando fuimos a conocerla Colette y yo. Pero el dichoso papá, quien prefiere la nobleza literaria a la aristocrática, le dio como nombre de pila Sylvia Beach. La leyenda se sigue tejiendo entre sobreentendidos y anécdotas. Qué importa que sea real o imaginario, verdadero o falso: la mitología de Shakespeare and Company no deja de crecer.

Veo a Georges de vez en cuando en el barrio. Pasea a un perrito, come en una terraza donde puede fumar. Debe ser centenario. Las muchachas que trabajan en la librería, ahora desempolvada y administrada por Sylvia b. Whitman Stuart, hablan de noventa y ocho años. Ahora, cuando lo veo y me grita sus “¡vivas!” a los héroes mexicanos, pienso que es un hombre sin edad. En todo caso, más una leyenda que un hombre. Un poema viviente ya más imaginario que real.