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Viaje al corazón del jazz: el blues
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Periódico La Jornada
Sábado 8 de octubre de 2011, p. a16

A sus 66 años de edad, Eric Patrick Clapton ha vivido experiencias límite diversas: nació cuando su madre tenía 16 años; su padre fue un soldado canadiense comisionado en Inglaterra que regresó a su hogar antes de que Eric naciera; él creció creyendo que sus abuelos eran sus padres y su madre su hermana mayor.

Con el paso del tiempo, se enamoró de la novia de su mejor amigo; de esa vivencia nació Layla; años más tarde perdió a su hijo de cuatro años, Conor, quien cayó del piso 53 de un edificio en Nueva York; de ahí nació Tears in Heaven. Antes, en el otoño de 1967, amaneció una pinta callejera en una pared londinense: Clapton is God, decía el grafiti. Él lo asimiló con filosofía (y letras) no acepto que sea yo el mejor guitarrista del mundo, pero tomo eso como un ideal.

La nueva aventura de este personaje de novela ocurrió recientemente en Nueva York: fue a venderle chiles a Clemente Jacques; paletas a los esquimales. Aunque no fue su idea querer bañar al pez. Lo hizo: bañó al pez.

Lo narra así Wynton Marsalis:

–No manches, wei, yo nací en Estados Unidos, wei, soy negro, wei y no conozco tanto de blues como Eric Clapton, wei. Nos vino a enseñar la amplia variedad del blues, wei. Neta, wei.

Bueno, eso fue una licencia poética. Lo hubiera dicho así Marsalis si fuese un adolescente mexicano que reduce el grosor del diccionario a la palabra wei. Neta, wei. Pero el contenido, wei, es el mismo, wei. Porque, wei, el Marsalis está chido de contento, wei. Se impresionó cañón con todo lo que sabe el Clacton ese. Wei.

Lo cierto es que Eric Clapton y Wynton Marsalis mantienen amistad ahora plasmada en un disco que alimenta el de por sí nutrido panorama de música de excelencia que puebla los anaqueles de novedades discográficas.

En efecto play de blues, en álbum doble: uno devedé, el otro audio grabado en estudio, es una alucinación completa, una fiesta de blues, un catálogo vivo de la diversidad vital de ese género, una demostración enésima de que el blues es una música suprema, Wynton Marsalis y Eric Clapton, dos de sus más nobles cultivadores y, sobre todo, el gozo y esplendor de una música sin tiempo.

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Marsalis convirtió su Orquesta Jazz at Lincoln Center en un combo semejante en su instrumentación a la King Oliver’s Creole Jazz Band, que puso el blues en el centro exacto del jazz en 1923 y ahora es revitalizada esa alquimia con la adición de una guitarra eléctrica: la de Dios, es decir, de Eric Clapton, y un teclado en sus formatos eléctrico (Chris Stainton) y acústico (Dan Nimmer). Eric Clapton, quien en el nombre lleva la aclamación: Eric clap clap clap clap Clapton, seleccionó nueve de los 10 temas que integran el álbum, porque el décimo fue moción del extraordinario bajista integrante de la orquesta de Marsalis: el joven Carlos Henriquez, quien le dijo a Clapton algo así como el equivalente a: no mames, wei, ¿cómo que no vas a tocar Layla con nosotros? Y acto seguido se pusieron a trabajar esa obra maestra, pero en un arreglo que lo traslada al género dirge/swing, que es una balada sombría, triste, altamente expresiva en su lamento y que se estila en los funerales de algunas regiones del delta del Misisipi. Y vaya que el resultado es altamente impactante, devastadoramente hermoso, la versión más auténticamente blues de todas las que ha grabado Dios, es decir, Eric Clapton.

A lo largo de todo el disco sobrevuela un colibrí: el clarinete fantástico de Victor Goines; se carcajea un pavo real: el trombón brillantísimo del joven Chris Crenshaw; reverbera el eco de un Satchmo sempiterno: la trompeta segunda de Marcus Printup; chicotea a placer el contrabajo del ya mencionado jovenazo latino Carlos Henriquez. Una orquesta de lujo. Una orquesta de solistas. Lo mejor de la cultura blues envuelta en jazz, que hay en el planeta entero.

Una euforia incandescente transporta al escucha de inmediato al corazón del blues, se puebla la epidermis de una agradable sensación de gotas de sudor surgido del tibio ambiente acuoso de Nueva Orleáns. Ojos, oídos y mente en gozo pleno.

Vaya disco, play the blues, de Marsalis/ Clapton. Una joya espléndida.

Neta, wei.

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