Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de octubre de 2011 Num: 865

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ana Thiel: sobre todo
la vida

Ingrid Suckaer

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

La reseña crítica en la mira
David Hernández Meza

Efrén Rebolledo o el
lujo de la lujuria

Enrique Héctor González

Adolfo Sánchez Vázquez: rebelión, antifascismo
y enseñanza

Stefan Gandler

El último gran marxista
de Hispanoamérica

Gabriel Vargas Lozano

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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
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Corporal
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Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
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Cabezalcubo
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Marco Antonio Campos

La batalla de Puente de Calderón

María del Carmen Vázquez Mantecón, que se ha abocado detalladamente a la historia mexicana del siglo XIX, publicó el año pasado Puente de Calderón, versiones de un célebre combate (UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas), que adquiere en el año que corre especial importancia por tratarse del centenario del hecho. En todos los libros de la historiadora encuentro tres virtudes: una inteligencia puntillosa, un rigor académico que no excluye la amenidad y fidelidad a la imparcialidad.

La de Puente de Calderón fue una extraña batalla, llena de “imprevistos”, que de haberse ganado habría sido muy probablemente un gran paso en la integración de un primer gobierno de los rebeldes, encabezado, entre otros, por Hidalgo, Allende, Jiménez, Abasolo y Aldama, quienes, salvo Abasolo, serían fusilados y decapitados meses después. A lo largo del libro María del Carmen analiza antecedentes de la batalla, el porqué de la decisión de la cúpula insurgente de que fuera la acción en las lomas de Calderón (se temía que Guadalajara fuera devastada), las causas y consecuencias de la derrota.

De los documentos de los propios combatientes, hay, del ejército realista, el ultra autoelogioso Parte de Guerra de Félix María Calleja, escrito al día siguiente de que saliera victorioso de la batalla, que se complementa con su correspondencia con el virrey Venegas y con las cartas que oficiales y soldados le expidieron al propio Calleja. Asimismo, hay una relación de un militar anónimo realista y el informe del teniente coronel Joaquín del Castillo y Bustamante; por la parte insurgente sólo persiste un relato, muy vívido, del soldado Pedro García, inédito hasta 1928, que complementa y equilibra, al menos en algo, lo sucedido. Las demás versiones son de historiadores, en su mayoría de índole conservadora, que partieron básicamente del Parte de Guerra de Calleja, o que repetían lo ya dicho por anteriores historiadores.

Según las versiones varía el número de integrantes de un ejército y otro. La media para el ejército insurgente es de 80 mil a 100 mil soldados, y para el peninsular de 6 mil a 7 mil. La duración de la batalla se altera mínimamente: unos dicen seis y otros ocho horas. La mayoría juzga la principal causa de la derrota un hecho azaroso: la explosión de una granada o una bala de cañón o un tiro de artillería que cayó en un carro de municiones del lado insurgente, lo que, con el viento en contra, expandió el incendio sobre una hierba muy crecida, haciendo explotar nuevas cajas de municiones y provocando un infierno en el que literalmente se asaron los combatientes o emprendieron la fuga. Aunado a esto, se censura del ejército de Hidalgo el “desorden y la indisciplina”, la ignorancia por parte de los jefes del “arte de la guerra” y lo mal armado que estaba. Calleja, en su Parte de Guerra, reconoce apenas de su lado cincuenta muertos. No se sabe el número de muertos insurgentes, pero, por un lado el feroz incendio, y por el otro, las balas y bayonetas del ejército realista con que ultimaban insurgentes y civiles al huir, hicieron de aquello una espantosa carnicería. Tal vez decenas de miles.

Calleja creyó salvar a la Nueva España y se enorgulleció por esta victoria, “que pulió y recreó” a lo largo de los años, hasta volverla más mítica que real. Logró, en la década de los diez del siglo XIX, sucesivos ascensos en los rangos de la jerarquía castrense; fue virrey de 1814 a 1816 y, a su regreso a España en 1918, lo nombraron, entre otros títulos –algo que hoy parecería broma o chiste–, conde de Calderón y, según alguna versión, vizconde de Aculco. Con la batalla terminaba una etapa, no la guerra. Calleja murió en 1828, lo bastante tarde para verificar que el virreinato de la Nueva España, que soñó o creyó duradero, quedó hecho polvo, siendo el principal ejecutor el que se decía el más dilecto de sus discípulos (Agustín de Iturbide), quien a base de batallas y negociaciones fue la cabeza que logró, en 1821, la independencia, y quien a su vez tiró para sí todo por la borda cuando se hizo proclamar emperador en julio de 1822, para ser destronado y desterrado ocho meses más tarde. Vaya paradoja: Calleja e Iturbide difícilmente hubieran creído en sus momentos de oro verse arrojados del panteón de los héroes, mientras a aquellos a quienes vencieron y quienes murieron frente al paredón –Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez, Matamoros, Morelos– fueron quienes ocuparon en nuestra historia sitiales de oro, por ser los que abrieron el camino, con sus luces y sombras, a lo que hoy es México y a lo que los mexicanos somos.