Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de septiembre de 2011 Num: 864

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Dakar
Francisco Martínez Negrete

Las fuentes Wallace
Vilma Fuentes

Mayúsculo que
es minúsculo

Emiliano Becerril Silva

De formato mayor
Juan G. Puga entrevista
con Pablo Martínez

Ricardo Martínez,
un proceso creativo

Ricardo Martínez
nos observa

Juan G. Puga

El error cultural y las facultades musicales
Julio Mendívil

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Responsos patrioteros

Los festejos patrios son burda farsa. Durante décadas, el monolito priísta fabuló con el auxilio de no pocos académicos fagocitados por el sistema buena parte de los mitos históricos con los que sustentó esa historicidad presunta, andamiaje de gestas con las que construir identidad en un país aquejado por corruptelas, rencillas y desmemoria.

Hace días veía yo en la tele a un niño que declamaba encendido una oda a los mal llamados Niños Héroes, episodio en realidad más falso que un billete de siete pesos. Mirando a ese niño fervoroso pero ignorante invocar el nombre de los seis falsos Niños Héroes, me preguntaba quién recordará jamás a los cuatrocientos soldados que entregaron la vida en Chapultepec, o al resto de cadetes, alrededor de cincuenta, que fueron masacrados por la soldadesca yanqui. O si alguien recuerda la cobardía de seiscientos soldados mexicanos que huyeron, o que uno de los chamacos sobrevivientes de aquella fallida defensa sería después uno de los grandes traidores de México: Miguel Miramón, ministro del imperio de Maximiliano y quien sería fusilado junto a él. Fuera de libros y discursos está la sutileza de las edades: sólo dos de los “niños” de los que conocemos el nombre tenían catorce años y ya muy poca infancia en ellos. Nada en los anales del oficialismo de que Juan Escutia era un adulto de veinte, ni que murió acribillado sin bandera que lo arropara cuando intentaba escapar del cerco de la avanzada gringa hacia los jardines botánicos adyacentes al palacio de Chapultepec. Nadie dice ahora que los seis niños héroes son producto arbitrario de un decreto presidencial de 1952, ni que el hallazgo de sus osamentas fue una pifia a la que ni arqueólogos ni historiadores, ni antropólogos de la época se opusieron, porque en la cúspide del presidencialismo contradecir al presidente acarreaba desgracia personal y enconos gratuitos de una cohorte de poderosos lamesuelas.

Los mexicanos padecemos la acuciante necesidad del dogma. De la Virgen de Guadalupe a la impoluta moral del Miguel Hidalgo, y para más INRI desde que la derecha gobierna, el revisionismo histórico, lejos de quitarle brillo a ciertas pifias, no ha hecho sino sacar a flote viejos rencores de clase que algunos ilusos creíamos cosa juzgada. Ahí, por ejemplo, el constante minimizar la tiranía de Porfirio Díaz para repeinarlo como justo estadista y un estratega militar –cosa de suyo cierta– de los mejores de su tiempo y circunstancia. Hay quienes afirman que Díaz fue el gran precursor de la modernidad mexicana y que fue quien estableció la red ferroviaria del país, cuando en realidad fue durante las presidencias de Juárez y Lerdo de Tejada que se comunicaron buena parte de los territorios antes tradicionalmente aislados. En la lógica revisionista qué importan décadas de opresión y aberrantes episodios de genocidio, si antes, cuando joven, don Porfirio fue un gran soldado que puso en su lugar a los invasores galos. No pocas veces he escuchado en años recientes, por voz incluso de historiadores de carrera, que cualquier gestión de Benito Juárez es nada si tenemos en cuenta la onerosa deuda ética y territorial en que sumió al país cuando aceptó los tratados de McLane-Ocampo, soslayando tramposamente que Juárez se negó rotundamente a vender la península de Baja California, que era tras de lo que iba realmente el gobierno de Buchanan, y omitiendo, también, que el tratado nunca fue ratificado, pero con su sola redacción Estados Unidos se vio obligado a reconocer a la República mexicana y no al imperio de opereta del Habsburgo. Lo que en su momento fue una jugada astuta por parte de los liberales mexicanos, hoy los neoconservadores lo subrayan como una traición. Hace rato escuchaba un programa de radio donde con toda socarronería una supuesta historiadora se burlaba de la arrogancia de Juárez cuando –dijo– mandó componer un himno nacional que lo elogiara. No hay menciones en cambio, en los libros de texto de historia, de que la letra original del himno que conocemos hoy entonaba ridículas loas a Antonio López de Santa Anna.

Las fiestas patrias son hoy simple mercadotecnia, contubernio ideológico, relativización del hecho histórico y construcción de mitos. La verdadera Historia de México es una colección de incordios que, de conocerse, concitarían un orgullo más bien enclenque; hoy en día más debe preocuparnos a los mexicanos que no se desate otra balacera en el Zócalo que lo que esconden las figuras de los héroes nacionales debajo de tantas capas de cera rancia…