Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de septiembre de 2011 Num: 862

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Dos narradores

La desaparición de
las humanidades

Gabriel Vargas Lozano

En Washington se
habla inglés

Hjalmar Flax

Una historia de Trotski
Paulina Tercero entrevista
con Leonardo Padura

Borges: la inmortalidad como destino
Carlos Yusti

Cantinflas, sinsentido popular y sinsentido culto
Ricardo Bada

Cantinflas: los orígenes
de la carpa

Carlos Bonfil

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
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Directorio
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Germaine Gómez Haro

El México profundo de Manuel Rodríguez Lozano
(
II Y ÚLTIMA)

El pasado 28 de agosto se publicó en esta columna la primera parte de la reseña de la magnífica exposición Manuel Rodríguez Lozano. Pensamiento y pintura 1922-1958 que se presenta en el Museo Nacional (MUNAL). La pintura de Rodríguez Lozano está marcada por su impronta personal en obras inspiradas casi en su totalidad –salvo su llamada “época monumental”– en la esencia del pueblo mexicano, sus tradiciones y tragedias, temas medulares de su trabajo y cuyo tratamiento formal fue variando a lo largo de sus diferentes etapas creativas.

En 1933 realiza la serie de pinturas reunidas bajo el título de La muerte de Santa Ana (o Los tableros de la muerte), la cual marca un parteaguas en su quehacer pictórico. Se trata de veinte pinturas de pequeño formato (38 x 48 cm) ejecutadas bajo el encargo de su mecenas, el coleccionista Francisco Sergio Iturbe, quien las colocó a manera de friso horizontal decorativo en la habitación de su madre recién fallecida, como un homenaje post mortem. En la exposición se muestran seis piezas de esta serie que preludia la etapa metafísica que ocupará al pintor hasta el final de su creación. En composiciones sobrias, mesuradas, que invitan al recogimiento, Rodríguez Lozano toma como pretexto la muerte para plasmar el dolor, la soledad, la angustia, la desesperanza, temas que desarrollará en numerosas pinturas en su última etapa conocida como “época blanca“.

En 1940 es nombrado director de la Escuela de Artes Plásticas. Durante su gestión resulta implicado en la desaparición de unos grabados de la colección de la escuela e injustamente encarcelado unos meses en Lecumberri, pese a las numerosas cartas de apoyo que enviaron los más destacados miembros de la comunidad cultural. En la penitenciaría da clases de pintura a los presos y realiza una de sus obras más imponentes y estremecedoras: La piedad en el desierto, pintura mural transportable que en la actualidad se exhibe permanentemente en el Museo del Palacio de Bellas Artes, y que es piedra de toque de la llamada “época blanca” con la que inaugura un nuevo lenguaje marcado por la síntesis de elementos formales y la concentración pura en la expresión de los sentimientos que emanan de la tragedia del pueblo mexicano. Cambia radicalmente su paleta y el tratamiento de la luminosidad, en tanto que sus figuras sólidas y telúricas devienen presencias casi espectrales cuya fuerza radica en su dimensión metafísica. También emprende ahí la escritura y recopilación de sus textos y reflexiones en torno al arte que aparecerán en el libro Pintura y pensamiento.


El holocausto

En 1944 pinta, nuevamente por encargo de Iturbe, otra de sus obras maestras en el cubo de la escalera de la famosa casa del coleccionista en Isabel la Católica: El holocausto. El tema central de este mural pintado al fresco es el sacrificio evocado por la figura central de un hombre sin vida, rodeado de mujeres que expresan su angustia y desesperación en una dramática escena de aliento teatral que provoca un fuerte impacto visual.

Las mujeres enrebozadas de la “época blanca”, con sus rostros estoicos e impasibles que trasminan dolor y tristeza, son metáfora del pathos del pueblo que Rodríguez Lozano supo captar y transmitir como pocos artistas mexicanos lo han hecho.  Su colorido fino y mesurado, que se limita casi exclusivamente a los blancos, grises, azules y negros, es  metáfora puntual que habla calladamente de los temas que motivaron la última etapa de su quehacer artístico, de 1941 hasta 1958, cuando decidió dejar de pintar: la tragedia, la separación, la devastación, la despedida, la lucha del pueblo y su eterna esperanza en una reivindicación que la Revolución nunca logró.

Otro capítulo relevante en el quehacer artístico de Rodríguez Lozano es su genial faceta de retratista, misma que desempeñó a lo largo de toda su creación. Un buen corpus de éstos integra la exposición y en ellos se percibe la sutileza del artista en la elección del estilo pictórico que varía de acuerdo con la personalidad de cada personaje inmortalizado. Sus autorretratos son asimismo soberbios y revelan la elegancia y estilización que lo caracterizó, así como su mirada ensimismada, que es reflejo de su incesante búsqueda interior y su interés por explorar los vericuetos del alma.

Se palpa en las pinturas de Rodríguez Lozano un callado homenaje a la condición femenina a través de sus mujeres reunidas en torno al dolor, compartiendo sus cuitas y miserias con una dignidad que refleja la grandeza de su fuerza interior. Fue un artista profundamente sensible que logró captar los claroscuros del alma humana y expresarlos con una voz tenue y serena en un discurso que hoy se percibe universal y atemporal.