Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de agosto de 2011 Num: 860

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Un Oscar en el
Texican Café

Saúl Toledo Ramos

Haití militarizado
Fabrizio Lorusso

Historias de frontera
y sus alrededores

Esther Andradi entrevista
con Rolando Hinojosa

Mozart: no hay nada
que su música no toque

Antonio Valle

Dickens, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

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Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
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Hugo Gutiérrez Vega

Discurso por el agua (V DE VI)

Tláloc, el señor de la lluvia, es un benefactor esencial entre los dioses del panteón nahua, por eso la mitad del Templo Mayor de México-Tenochtitlan estaba dedicada al dios pluvial y a sus colores emblemáticos. En Teotihuacán el mural más prodigioso es el conocido con el nombre de El paraíso de Tláloc. Ahí se abren las flores, la tierra da sus frutos, y reinan los sagrados animales acuáticos. Vuelan las mariposas, se entroniza la fecundidad, se calma la sed y la vida se sosiega. Por eso eran tan importantes los ritos del agua y los dioses relacionados con la fecundación y la floración: Xochiquetzal y Xochipilli con su cuerpo cubierto de flores. En el ciclo de poemas de las culturas nahuas aparecen constantes invocaciones al dios de la lluvia. Esta costumbre de pedir que el agua sea abundante, pero no demasiada, pervive y aún está presente en la tradición cristiana. Recordemos las peregrinaciones para pedir la lluvia o para rogar que no se excediera. Un sacerdote de Tomelloso, hermoso pueblo manchego, recibió a una comisión de fieles que le pidió autorización para sacar la imagen de la Virgen patrona del lugar y llevarla a los campos que vivían una sequía pertinaz. El clérigo aceptó la petición y advirtió a los solicitantes: Pueden sacarla del templo y llevarla a los campos, pero de llover, nada... no creo que llueva. Se cuenta que en un pueblo de la zona salitrera de Jalisco, los fieles pidieron al sacerdote permiso para sacar al Niño Dios a los campos resecos. Aceptó el párroco, salieron en procesión y cayó sobre los campos una feroz tormenta que duró varios días y arruinó las cosechas. Regresaron los fieles al templo para pedir al sacerdote que les permitiera sacar a los campos a la Virgen para que viera los estropicios que había hecho su hijito.

En fin, son muchas las aventuras de este elemento esencial para la vida humana al que se ha dedicado esta reunión de sabios y científicos en la cual se coló un escribidor de poemas, mismo que pergeñó estas palabras tratando de dar un enfoque diferente a este tema tan preocupante para la humanidad, que ha sido fuente de vida y alegría o motivo de llanto y de tragedia. Por eso la poesía, bien instalada en la casa de la vida, ha hablado tanto sobre el agua, y lo seguirá haciendo mientras no nos llegue al final en forma de diluvio o de sequía, esa angustia que oprime las gargantas y mata la naturaleza que ha necesitado del agua desde el primer momento de la creación.

Para los poetas iberoamericanos, el agua, los dos océanos, los caudalosos ríos, son temas constantes. Pellicer, nacido en la tierra-agua de Tabasco, buscó conocer todos los mares y seguir el curso de los grandes ríos; el argentino Jorge Bocanegra nos habla de sus aventuras con el mar: “Allí fue cuando vi que la negrura también podía ser calma”. Es la absoluta calma del profundo lecho submarino, tal vez el más oscuro de mundo. Ahí reina el agua, triunfa sobre los otros elementos y destruye lentamente a la persona humana, que contiene en su cuerpo más agua que polvo.

Luis García Montero, el gran poeta granadino, que en muchos aspectos es el sucesor de Federico García Lorca, siente la constante presencia del mar a pesar de vivir en las montañas. Rafael Alberti, gaditano del Puerto de Santa María, tiene presente el agua marina: “Penando por ver el mar/ un marinerito en tierra/ iza al aire este lamento:/ Ay mi blusa marinera/ como me la inflaba el viento/ al contemplar la escollera.”

Joaquín Antonio Peñalosa, en los últimos tiempos de su vida, escribió un libro titulado Aguaseñora. Así se llama un pequeño poblado que pertenece al municipio de Mezquitic. La sed y la sequía que devora las últimas gotas del potosino y más bien simbólico río Paisanos dan al agua negada su denominación más perentoria. De repente llega un poco de lluvia al desierto que cantó con tanta angustia y nostalgia del placer Manuel José Othón. La lluvia es recibida por la tierra con tal agradecimiento que, al poco tiempo, brotan tímidamente las estrellitas de San Juan. Por eso el poeta dice: “La tierra sacia una luz licuada de zafiros.”

(Continuará)

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