Editorial
Ver día anteriorDomingo 7 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hartazgo y vacío de Estado
A

yer, en la localidad oaxaqueña de Santa Cruz Tepenixtlahuaca –ubicada en el municipio costero de Tataltepec–, cinco presuntos delincuentes fueron abatidos a tiros por los pobladores, en un hecho que se saldó además con la muerte de un menor de edad, tres heridos y dos detenidos.

El episodio referido permite constatar la creciente y peligrosa tendencia a ejercer la justicia por propia mano contra presuntos delincuentes.

Sin dejar de señalar el carácter intrínsecamente inadmisible y reprobable de las expresiones de enardecimiento ciudadano que suelen terminar con el aniquilamiento de criminales reales o falsos, es necesario advertir que en el México contemporáneo tales hechos se producen en un contexto caracterizado por la ausencia de autoridades creíbles, capaces de garantizar la seguridad de los ciudadanos y de identificar, perseguir, capturar y poner a disposición de los tribunales a quienes atentan contra la vida, los derechos y el patrimonio de las personas. Es decir, los riesgos de que la población asuma en sus manos la aplicación de la justicia, en episodios que concluyen por lo general con saldos trágicos, se incrementa allí donde hay vacío de poder.

Otra cara del hartazgo producido por la virtual abdicación del Estado de sus responsabilidades básicas se expresa en la decisión tomada hace unos meses por los comuneros de Cherán, Michoacán, de asumir las funciones de vigilancia y defensa de sus territorios –incluidas varias hectáreas de bosques de la meseta purépecha– y las tareas de seguridad pública, ante la amenaza de los talamontes protegidos por grupos armados. Como ocurre en la localidad michoacana, la incapacidad del Estado en el cumplimiento de sus tareas más fundamentales, aunada a la tradición de despojo, saqueo y destrucción del territorio por parte de empresas rapaces que padecen los pueblos originarios, configuran una explosiva mezcla que puede llevar a escenarios de estallido social. No deja de ser significativo que ello se dé en el marco de la equivocada estrategia oficial en materia de seguridad pública y combate a la delincuencia: hasta ahora, y a pesar de los pregonados triunfos gubernamentales en este terreno, los criminales siguen ganando poder, no sólo frente a las autoridades, sino también sobre la población.

En esos y muchos otros casos puede percibirse, por lo demás, un rasgo perverso de la relación entre el Estado y los pueblos indígenas: en los hechos, el primero niega a los segundos el ejercicio de su plena autonomía –basta recordar también en ese sentido el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés–, pero al mismo tiempo los coloca en condiciones de desprotección y de vulnerabilidad ante las amenazas que provienen de los poderes fácticos –como la delincuencia, las corporaciones privadas, los cacicazgos– y de las propias fuerzas públicas. Hasta ahora, en comunidades como la propia Cherán y como Ostula –también en Michoacán–, la capacidad organizativa de los pueblos y el recurso de añejos mecanismos autóctonos de seguridad e impartición de justicia –que operan a pesar del acoso oficial– han logrado erigirse, con mayor y menor éxito, como sucedáneos de la inoperante institucionalidad estatal y como diques de contención del hartazgo popular. Pero sería improcedente y riesgoso pretender que esos casos se conviertan en regla ante el retroceso generalizado del estado de derecho, no sólo porque ello contraviene los nociones más elementales del pacto social, sino porque alberga el riesgo de que el vacío de autoridad sea llenado no por las poblaciones, sino por la delincuencia organizada –como ha quedado de manifiesto recientemente con los secuestros de encuestadores y repartidores en Apatzingán–, y de que se multiplique el baño de sangre que azota al país, con sucesos como el registrado en Santa Cruz Tepenixtlahuaca.

La contradicción evidente de unas autoridades que afirman trabajar por la seguridad, legalidad y justicia, pero que al mismo tiempo abonan –por acción o por omisión– a la destrucción de tales elementos en extensas regiones del país, tendría que llevar con urgencia a la reconfiguración del poder público en el país, a efecto de colocarlo realmente al servicio de la población y permitir al Estado recuperar el terreno perdido frente a los criminales y los poderes fácticos, así sea para garantizar su propia supervivencia.