Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de julio de 2011 Num: 855

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Al pie de la letra
Ernesto de la Peña

Historia de un niño
Miltos Sajtouris

Mariátegui y el ensayo
de interpretación

Gustavo Ogarrio

Latitud
Jorge Valdés Díaz-Vélez

Tres poetas urugalos: Lautréamont, Laforgue, Supervielle
Enrique Héctor González

Elvira Gascón o la fecundidad del silencio
Augusto Isla

Elvira Gascón
Juan Rulfo

Dos sonetos para Elvira
Rubén Bonifaz Nuño (1969)

El cuerpo dice lo que
el alma calla

Ricardo Yáñez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Elvira Gascón o la
fecundidad del silencio

Augusto Isla

“Detrás de mi trabajo hay una formación, una disciplina que hoy falta a muchos pintores que, por ejemplo, cometen el error de pintar el brazo paralelo al antebrazo. No es fácil, hijo, dibujar el cuerpo, menos aún el cuerpo en movimiento. Se necesita la disciplina de horas y horas ante el modelo, dibujando además no con lápiz, sino con tinta, que ha de volar sin detenerse: mis dibujos son directos, sí, esa es la palabra adecuada.” Fue el año de 1981, una mañana clara, como sus ojos, cuando Elvira Gascón me dijo todo esto. Tenía entonces setenta años, vivía sola o, mejor dicho, con una multitud de gatos que corrían entre las enredaderas que cubrían los viejos muros. Era pulcra y austera: algunas sillas rústicas para los amigos, una ventana para recibir el día y una mesa frugalmente servida. Su casa me recordaba un verso de Fray Luis de León: “A mí una pobre mesa llena de pan viene a bastar.” Su riqueza eran las pequeñas cosas que tapizaban las paredes de las habitaciones: imágenes amadas, gratitudes: sus hijas, el rostro perfecto del auriga, un poema griego, fotografías del presidente Lázaro Cárdenas, para ella, como para muchos españoles republicanos, símbolo de hospitalidad y diplomacia compasiva. 1939 marca la fecha de su llegada a México, donde se ganó la vida como ilustradora. Dejó la huella de su línea gozosa en El Nacional y Novedades, acompañó a Alfonso Reyes en su versión de la Iliada, publicada por el Fondo de Cultura Económica... Sus dibujos frecuentaron el Material de Lectura que difundió la UNAM, dialogaron con poemas de Kavafis, Dolores Castro, Alaíde Fopa... Para mí, ilustró una plaqueta de poetas griegos contemporáneos. Era incansable. Sólo el mal de Parkinson pudo detener su vuelo.

El cuerpo, siempre el cuerpo, desnudo y en encuentro amoroso fue el tema predilecto de esta artista tan brillante como discreta. Dibujante grabadora, pintora de caballete, muralista, mantuvo casi en secreto la luz de su creación pictórica, a pesar de haber participado en múltiples exposiciones colectivas e individuales. Y, sin embargo, sin buscarla, atrajo la mirada más lúcida de su tiempo: Margarita Nelken, Jorge Crespo de la Serna, Alaíde Fopa... e inspiró ya sonetos en pluma de Carlos Pellicer y Rubén Bonifás Nuño, ya la prosa admirativa de Juan Rulfo. En la gráfica o en la pintura, con la plumilla entintada o con la espátula, en el tórculo o en el concreto teñido, Elvira mostró algo más que esa formación adquirida en la Academia de Bellas Artes de Madrid: una fuerza y una convicción que respiran el aire de la Grecia antigua, Eros inocente y profundo, colores robados al mar Egeo. La artista, nacida en Almenar, Soria, en 1911, no parecía estar interesada en exhibir ni menos aún vender su pintura: era el patrimonio de su nieto enfermo.

Exploración del cuerpo amante, en la plenitud de la vida, pero también del cuerpo muerto. “Yo quería saber qué ocurría con el cuerpo de un crucificado para aproximarme a la imagen de Cristo en la cruz, pues estaba convencida de que había algo falso en los Cristos convencionales; deseaba pintar uno realmente muerto. Busqué los hospitales donde llegaban accidentados y solicité el permiso para pintar alguno que tuviese las características del nazareno. Me negaron la petición; creían que estaba loca. Sólo en Xoco hubo una vaga promesa.” Casi había olvidado el asunto cuando, de pronto, Elvira recibió una llamada; abandonó su taller de esmalte y corrió al hospital. En el anfiteatro la esperaba el director. “¿Esto es lo que usted desea?” Frente a ella estaba “una figura preciosa”: un joven obrero de aproximadamente treinta años que, al parecer, había caído de un andamio. No tenía herida alguna, si acaso una rosa en la sien derecha que no había abierto la piel. Un rostro indígena, la musculatura perfecta, el vientre plano.

Asistida por personal hospitalario, Elvira ata cuidadosamente el cuerpo a una cruz; pone toda la delicadeza. Era una imagen fiel de Cristo, de ese Cristo universal bajo la forma del canon estético de América. La artista lo observa sin morbo durante largas horas y comprueba su hipótesis: en un crucificado no había hermosura atlética; el abdomen se relajó, los pectorales se adhirieron a las costillas, el cuello se hundió entre los hombros, la piel adquirió tonalidades verdosas. Una belleza aterradora. Y aquí lo tienes. El cuadro de gran formato era el único montado sobre un caballete, altar magnífico para esa oda a la belleza americana. “¿Sabes que le ha gustado mucho a Miguel León Portilla y también a Carlos Pellicer que lo bautizó como el Cristo-hombre?”

Paul Westheim escribe: “Recordamos una frase de Libermann ‘dibujar es omitir lo no esencial’. Frase que nos trae a la memoria ese fenómeno artístico que es Elvira Gascón y la expresión genial que da a sus vivencias plásticas, contrastando con líneas de clásica serenidad, un remolino de trazos impetuosos que se desgajan y encrespan, que forman curvas y dientes, y lazos, y toda clase de minúsculas y mayúsculas de algún ignoto y maravilloso alfabeto.” Como Westheim, casi todos sus críticos encomian su dibujo ágil e impetuoso. De su pintura, en cambio, se habló poco. Rica en textura, vigorosa y tierna, parece evocar murales o vasijas de la Antigüedad clásica. Apenas la recuerdo ¿Dónde estará su obra? ¡Que dicha volverla a ver, redescubrirla. Como a Tamara de Lempicka.

Después de mucho insistir, fuimos un día al templo de San Antonio de las Huertas, ubicado en la calle de Tacuba, Distrito Federal, obra arquitectónica del también trasterrado Félix Candela, famoso por la forma paraboloide hiperbólica. Los murales de Elvira narran ahí los grandes momentos de la vida de San Antonio de Padua en monumentales figuras y una predela; en ellos aplicó la técnica del concreto teñido y empleó una cromática sobria; pintó otros murales con temas religiosos. Su orgullo: ocho murales de 2 x 3 m. que ornamentan la parroquia de Zongolica, Veracruz, legado de amor a México. Ocho veranos fecundos dieron vida a su visión del sincretismo cristiano. Ahí está toda ella, mujer devota, y su pueblo, el mexicano, sus valores, sus costumbres, sus fiestas, sus honduras espirituales, escondidas en esa sierra donde aún resplandece la cultura náhuatl en su dignidad y pobreza. Jamás ostentó su hazaña. ¿Cómo llamar a esto? Acaso la fecundidad del silencio.

Elvira me hablaba de su familia, de su esposo, Roberto Fernández Balbuena, también pintor, de sus dos hijas, de la pintura española, la única con carácter. Me descubrió a José Gutiérrez Solana, un gran retratista de la España sombría, pero sobre todo lo que es la entereza; nunca se quejó de su exilio; por el contrario, fue agradecida con su destino: una hija suya lleva el nombre de Guadalupe. La dejé de ver cuando ya no me reconocía. Universal es una palabra exagerada. Pero ella lo era: por su munificencia, por la belleza que anidaba en ella. Sol Arguedas la define con lacónica precisión: “Nació en España, la habita México y vivirá eternamente en Grecia.”

México le debe un gran libro, que sea el testimonio de su último quehacer artístico. Las instituciones culturales del Distrito Federal, de Veracruz, Conaculta, el Colmex que custodia su archivo y quienes fuimos honrados con su generosa amistad, podríamos asociarnos en su realización.